ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Lázaro (derecha), junto a Pascual Corbea Jiménez, otro de los avileños que abonó con su sangre el suelo de Cassinga. Foto: Ortelio González Martínez

Y como para demostrar que cuanto hizo en la lucha por la vida y las ideas fue apenas una escaramuza que él escribe con letras minúsculas, Lázaro Martínez Pérez, un avileño humilde, habla con la misma modestia y seguridad de hace 40 años, cuando enfrentó a los aviones enemigos que descargaron su furia contra los pobladores de un pequeño enclave angolano, hecho que el mundo conoció como la Matanza de Cassinga, pese a que la gran prensa, en especial la norteamericana, ignoró el hecho.

«Cuando tenía como 13 años conocí al Che y desde entonces quería ser como él y me convertí en un guevariano con causa. Cuando partí ya era profesor de Literatura y había leído una buena cantidad de textos.

«A tierras africanas me llevé seis libros: Con la adarga al brazo, del Che, y su Diario en Bolivia; y Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes; conmigo también fueron César Vallejo, José Martí y un libro de poesía de Miguel Hernández.

«También había leído mucho sobre la Gran Guerra Patria, la Segunda Guerra Mundial; a León Tolstói, Fiódor Dostoievski. Armado de todo eso llegué a África y aún así, hoy digo que fui con miedo al combate y no me avergüenza, pero cuando tú sopesas miedo y dignidad, la dignidad vence».

Con 68 años próximos a cumplir, en noviembre venidero, Lázaro relata la historia sin ponerle ni más ni menos, igual que sucedió aquel día 4 de mayo de 1978 en que el sol reventaba la tierra y ellos permanecían en Tchamutete, a unos 16 kilómetros del infierno.

El ataque al campamento de refugiados namibios, al Sur de Angola, estaba bien planeado por parte de los sudafricanos. En la operación, cuyo nombre en clave fue «Operation Reindeer» (Operación Reno), participaron 527 paracaidistas del grupo de combate Bravo, que debían destruir el campamento de Cassinga («Moscú») y luego escapar en helicópteros.

«La Matanza de Cassinga fue uno de los grandes crímenes del apartheid; primero, el bombardeo de la aviación; después, los paracaidistas que se tiraron y asesinaron a cientos de pobladores indefensos, entre los que se encontraban mujeres, niños y ancianos», rememora Lázaro, un joven avileño que por voluntad propia había llegado a Angola en enero de ese mismo año.

«Tengo grabada en la mente la imagen de una muchachita que no pesaba más de 60 libras. Eusebio González es quien la recoge. Tenía una herida en la pierna. Muchos años después supe que era Claudia, quien fue de los niños que vinieron a estudiar a la Isla de la Juventud. Llegó a ser embajadora de su país en Cuba. ¡Quién lo iba a imaginar!».

Cuando la dignidad se reparte por cada poro de la piel, el hombre se hace invencible, sin importarle la gloria, la vida, la muerte o las medallas.

«Con el primer bombazo, no esperé la orden y le dije a Eusebio: Negro, vamos, que nos están atacando. Desde el emplazamiento abrimos fuego, ya después nos vimos obligados a hacerlo sobre la marcha, cuando los aviones estuvieron al alcance de tiro.

«Íbamos rumbo al poblado de Cassinga a defender a los refugiados namibios. Avanzábamos por el terraplén y esos diablos volantes siempre sobre nosotros, a bombazos y cohetazos limpios. No tardó mucho en que las tres piezas de mi pelotón quedaran separadas del grupo y nos vimos en la obligación de desengancharlas de los vehículos y emplazarlas.

«Como a las tres de la tarde la única “cuatro bocas” que tiraba era la mía; lo hacía con un solo tubo. Los únicos artilleros que quedábamos en el pelotón éramos Eusebio González y yo. A Eusebio, el hombre más guapo que he conocido, lo hieren de muerte y creo que el mismo proyectil, o no sé cuál, me lanza por el aire. Traté de levantarme con mucho trabajo y me doy cuenta de que estaba herido en ambas piernas. Casi sin fuerzas regreso a mi posición en la pieza y veo un avión que venía de frente, le disparo y le doy. Estoy casi seguro de haberlo tumbado.

«Todos derrocharon coraje. Cuando uno está lejos de su patria, el valor y la dignidad van dentro de cada persona, no importa que se te pongan los pelos de punta en el combate, aunque llegue la maldición por la pérdida de amigos, hermanos de lucha.  Que yo recuerde, allí nos mataron a Eusebio, Antolín, Francisco Seguí, Ricardo González, Zamora, El Yoni y Pedro Valdivia Paz, todos avileños. Y un muchacho de la zona oriental, de apellido Barea.

«Calculo que la aviación sudafricana había actuado ininterrumpidamente durante tres horas o más, pero yo estuve medio día peleando. Estaba desbaratado y me abrumaban sentimientos inexplicables… Imagínate ver a los amigos, los hermanos muertos, verlos caer delante de tus ojos; ver a la población civil, los niños, mujeres, ancianos, destrozados por la metralla y con puñales clavados en las distintas partes del cuerpo... Por dentro sentía algo muy extraño: el odio de los hombres que aman, digo yo».

Buen bailador y mal cocinero, en el caleidoscopio de su vida alguna vez se sintió periodista, maestro, excelente lector, director de una Escuela Secundaria Básica en el campo, taxista, militante del Partido; por demás, padre de cuatro varones, dos de ellos con María Esther Alcorta Chau, la misma esposa que después de Cassinga sintió el toque misterioso en la puerta de la casa y el susurro que le congeló el alma: «Venimos a comunicarle que Lázaro, su esposo, murió en Angola».

Suerte que la pesadilla duró poco tiempo. Al otro día, los mismos hombres regresaron: «Lo de ayer fue un error. Lázaro está vivo y lo atienden en un hospital, pero no anda bien de salud», le dijeron.

«Todavía tiene varias esquirlas en los pies, pero no han podido detener su andar», me comentó María Esther.

Jesús y Sixto (de izquierda a derecha) responden con lealtad cotidiana a los compañeros caídos. Foto: Germán Veloz Placencia

EL HONOR DE ESPANTAR EL MIEDO

La muerte, igual que el cotidiano fluir de la vida, hermana. Lo dicen Jesús Acosta Lanchazo y Sixto Salvador Ledea Velázquez. Ambos tributan perpetuo respeto a los compañeros caídos, cuando hicieron todo lo humanamente posible, en composición de una batería antiaérea, para auxiliar al grupo de refugiados namibios asentados en Cassinga.

«Tengo 77 años y la memoria me empieza a fallar, pero lo sucedido aquel día, está ahí, con casi todos los detalles», dice Jesús Acosta, emboscado por la emoción. Basta observar el ligero temblor de la mano con la que se despoja de la gorra.   

«La alarma se produjo cuando escuchábamos la información matutina. En poco tiempo emprendimos la marcha porque permanecíamos en completa disposición combativa. Cassinga no estaba lejos; solo había que bordear un embalse de agua.

«El camión que remolcaba la pieza, una 14,5 milímetros, o “cuatro bocas”, como la conoce la gente, salió del camino, para evitar las minas y tomó un bajío. A los pocos minutos, cerca de las nueve de la mañana, se atascó, y desde ese momento, hasta bien entrada la tarde, rechazamos los ataques de la aviación en un claro sin protección alguna.

«Yo operaba el block de mira de la pieza. No poder movernos nos puso en posición de ser un blanco más fácil para los aviones. Por eso mantuvimos fuego constante, calculando el gasto de proyectiles y el calentamiento de los cañones, aunque esto fue inevitable y empezaron a encasquillarse.

«En uno de esos momentos le indiqué a Manuel Cruz, uno de mis compañeros, que fuera hasta el sitio no lejano donde estaba otra pieza que había dejado de disparar. Al regresar me dijo que los cañones de aquella estaban doblados; había disparado con mayor intensidad que nosotros. Lo peor fue escucharlo decir que la dotación estaba muerta.

«Sobre las cinco de la tarde nos enviaron un camión para que nos sacara. Al regresar al camino, enfrentamos un avión que atacó con cohetes y ráfagas de proyectiles. Junto con otras piezas concentramos el fuego sobre él y vimos que se retiraba con una estela de humo negro».

Pero no hubo oportunidad para celebrar el daño causado a la aeronave. Lo que fue la última incursión aérea del enemigo dejó otra baja: Alfredo Barea Franco, uno de los 47 compatriotas oriundos del municipio holguinero de Urbano Noris, participantes en la acción. Era parte de la Escuadra de Mando, a la que le habían destruido el camión al inicio de la lid, lo que no fue obstáculo para que los integrantes de esa estructura combativa continuaran disparando a los aviones con las AKM y asistieran a todas las piezas a las que pudieron llegar.

Finalizado el combate, Jesús integró el grupo de cubanos que entró al campamento atacado. El dolor que sentía por la muerte de los compañeros mutó en ira y odio contra los agresores, causantes de la muerte de más de 700 personas, entre ellos niños, ancianos y mujeres. Algunos cadáveres tenían impactos de balas; otros, heridas de bayonetas, resultado del ensañamiento de las fuerzas sudafricanas desembarcadas y retiradas por aire. Igualmente, encontraron muchos cuerpos trucidados por la metralla de las bombas.

La caída de Alfredo Barea Franco también impactó a Sixto Salvador, integrante de otra pieza (la número 4). «Estaba de cara al suelo. Cuando lo levantamos y le quitamos el casco, vimos el impacto de un fragmento de cohete. Colocamos el cuerpo bajo un árbol que marcamos, porque debíamos continuar. Al terminar el combate regresamos por el cadáver, lo envolvimos en mi hamaca y lo dejamos en el puesto médico del Grupo Táctico, en Tchamutete. Así son las cosas en la guerra.

«Casi todo el tiempo mi pieza disparó en movimiento contra aviones rápidos y bien armados, como los Mirage. Siempre digo que los pilotos conocían su oficio, seguramente porque habían estudiado nuestras tácticas de combate. Todo el tiempo intentaron interrumpir los desplazamientos en zigzag; trataban de calcular los momentos en que cambiábamos de rumbo. En uno de esos giros destruyeron el camión de la escuadra de mando».

Sixto, satisfecho de sus 74 años de vida y de la jubilación que disfruta tras larga permanencia en el sector azucarero, tiene otras vivencias para asegurar que la jornada fue tensa desde el inicio hasta el final. Al entrar en acción, era el único cargador de la pieza, porque el otro, en el instante de la alarma, ocupó el puesto de conductor del camión, pues el encargado de esa responsabilidad estaba hospitalizado.

No sabe decir con exactitud de dónde sacó la habilidad para actuar. Pero escuchándole, no hay dudas de que primaron los conocimientos y la voluntad de vivir con el honor de espantar el miedo.

«No me da pena reconocer que temblé varias veces en medio de las explosiones que levantaban columnas de tierra y arrancaban árboles y todo lo que había alrededor. Hasta llegué a pensar que no vería más a la familia, pero me sobrepuse, como lo hicieron los otros compañeros.

«A Juan Pavón Matos, jefe de la pieza, lo hirieron en uno de los momentos en que bajaba del camión. Entonces Dionisio Millán, quien era el Número 1, es decir, el artillero, dijo a viva voz que asumía el mando de la dotación. Así seguimos disparando contra los aviones que atacaban casi siempre con el sol en la cola, para quitarnos visibilidad. Mi tarea era seguir sus movimientos, indicar la dirección de los ataques y  mantener la pieza con suficientes proyectiles.

«Sabíamos que los cañones debían ser cambiados cada cierto tiempo, tras cumplir un número determinado de disparos, pero el fuego enemigo era muy intenso y no podíamos darle tregua, hasta obligarlo a la retirada». Y así fue.

Jesús y Sixto solo hablan de los sucesos de Cassinga cuando se les solicita. El resto del tiempo son hombres comunes. Pero igual que una parte considerable de los compañeros de combate que aún residen en el municipio holguinero de Urbano Noris, son fieles a la tradición de reunirse, cada 4 de mayo, en San Germán. En compañía de familiares de Alfredo Barea Franco, visitan el centro mixto escolar y el hogar de ancianos que llevan su nombre.

También marchan hasta el Panteón de los caídos por la Patria, donde reposan sus restos.

En esos instantes no hay palabras altisonantes. A veces no hablan. Sencillamente reina el silencio, contén de las emociones de la epopeya internacionalista en suelo africano.   

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Francisco Rivero dijo:

1

4 de mayo de 2018

09:21:01


Honor y Gloria a los combatientes internacionalista cubanos que defendieron heroicamente al ataque vil y cruel al campamento de la SWAPO. Mi respecto y agradecimiento eterno a todos ustedes por su coraje. Un abrazo fraterno.

Leonides Morales Sola dijo:

2

4 de mayo de 2018

15:20:00


Excelente trabajo. La historia, el internacionalismo y la solidaridad nos enorgullecen y nos comprometen.Muchas gracias.

Erick Quiñones dijo:

3

4 de mayo de 2018

17:40:26


Cuba maestros de Dignidad, gracias Cubanos