Cuentan que el asesino sudaba el miedo y que aquel hombre herido, desarmado, flaco y débil le dijo: «Póngase fuerte y apunte bien ¡Usted va a matar un hombre!». Segundos más tarde el Che dejaba de respirar, y en ese instante sumamente terrenal le nacía a este mundo uno de sus mayores paradigmas: el de la rebeldía y el compromiso, el de la lealtad y el arrojo, el de la valentía y el apego a las causas más desvalidas. El verdugo mató, el Guerrillero vivió.
No cuentan, porque lo viví, que una tarde de hace 20 años el silencio invadió a Santa Clara. Mientras por sus calles transitaba un doloroso cortejo fúnebre, ni el viento se atrevía a pasar. Yo era una pionera con uniforme amarillo y desde la madrugada anterior estaba apostada en algún punto de la Carretera Central, que ahora mismo no recuerdo, junto a otros que en un cordón interminable fueron acompañando las cenizas del Che por todo el país.
Días antes la maestra en sus ratos libres nos copiaba en la pizarra la canción Son los sueños todavía, de Gerardo Alfonso, y la cantábamos de arriba a abajo, embelesados, como si nos la supiéramos de toda la vida. Todavía evoco el microsegundo que duró el paso de aquella caravana luctuosa por el espacio que yo llevaba ocupando por horas, o aquel instante de luz en que mis diez pasos de niña recorrieron el sitio donde sus cenizas estuvieron para que el pueblo de Santa Clara le diera la bienvenida.
Luego vinieron los años de estudio en la Vocacional Ernesto Guevara, cuando se nos convirtió de una vez por todas en el hombre a seguir, en la aspiración, en el héroe del día a día. Al graduarnos caminamos sobre sus pasos hasta la Comandancia de Caballete de Casas, en el Escambray, y en medio de aquel paraje inhóspito para muchachos de ciudad, caí definitivamente de bruces ante el hombre que, ahogado por el asma, venció aquella y tantas serranías más.
Por eso este domingo, mientras amanecía en Santa Clara y su Plaza se llenaba de personas, lo sentí más vivo que nunca. Lo vi sentado junto al combatiente que en un raído uniforme verde olivo colgó todas las medallas de su vida; lo vi conversando con el niño que, aún sin pañoleta, temía porque en la hora decisiva se le olvidara el lema de los pioneros moncadistas; lo vi entre los jóvenes latinoamericanos que estudian Medicina en Santa Clara; lo vi cerca de Aleida y caminando con Raúl. El Che estaba allí, entre la gente que, 50 años después, lo sigue llorando como el día que partió y nos dejó aquella carta tremenda donde escribió que su último pensamiento sería para Fidel y el pueblo cubano, mi pueblo…
Y cinco décadas después lo veo en La Higuera, tan lejos de esta Isla que fue su hogar, tan lejos del Comandante en Jefe, de su esposa, de sus hijos, de cara a la muerte, erguido, vencedor, con la cabeza en alto, retando por última vez a la vida: ¡Usted va a matar a un hombre!, dijo. Y el verdugo mató, pero el Che vivió. Santa Clara eso lo sabe de memoria.
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joaquin a rodriguez dijo:
1
9 de octubre de 2017
08:10:00
pablo chavez dijo:
2
9 de octubre de 2017
11:01:47
Juan Antonio Brito liriano dijo:
3
9 de octubre de 2017
13:22:18
manin dijo:
4
9 de octubre de 2017
13:54:44
Antonio Alejandro Pavez Muñoz dijo:
5
9 de octubre de 2017
14:58:05
Horácio dos Reis Marques Ferreira dijo:
6
9 de octubre de 2017
15:22:17
Miguel Angel dijo:
7
11 de octubre de 2017
03:59:01
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