
La casa de Dionisio Rodríguez está intacta. Perfectamente pintada de verde y sin quiebres mortales en las estructuras de madera, la construcción no cedió tras soportar las olas de ocho o nueve metros y el montón de rocas que salieron disparadas del mar y la golpearon durante la madrugada del domingo.
«En no sé cuántos temporales, siempre ha resistido, lo que ahora, si el ciclón pasa cerca, creo que lo destruye todo», me había dicho el sábado en la tarde el propio Dionisio, un mulato adentrado en los 60 años, que cerraba la casa y sacaba de allí una sierra de carpintero para salvaguardarla unas calles más arriba.
Esta es la tónica cada vez que viene un temporal en los Bajos de Santa Ana, una de las localidades con mayor peligro de inundación al oeste de la capital cubana. Allí, las aguas reclaman su terreno cuando se les antoja y borran, en un santiamén, los límites entre el mar y la tierra.
El panorama no fue diferente con el azote de Irma, el potente huracán que mantuvo en vilo a toda Cuba por más de 48 horas. Sus vientos provocaron olas altísimas en todo el litoral y, particularmente en Santa Ana, venían acompañadas por una lluvia de rocas.
«Yo creo que una sola ola gigante sacó todas esas piedras que están regadas por la calle Primera», nos cuenta Aslam, un robusto chofer de ómnibus. Él vive en altos, a pocos metros del mar, y dice que los vientos le afectaron el techo de su cocina.
«Comparado con otras veces, se sintió bien fuerte, con rachas de 80 kilómetros por hora, o más. Y el mar subió después de las 11 de la noche, con la pleamar», añade Aslam, quien junto a sus colegas Conrado y Pachá, habla de términos meteorológicos con la misma seguridad que lo hace Rubiera en televisión.
Es lo normal. Por estos días de ciclón, los cubanos se vuelven especialistas en pronósticos y arman sus propios partes, algo que en ocasiones puede provocar nefastas consecuencias si aparece el exceso de confianza.
«A veces no somos precavidos, mucha gente quiere acercarse al mar para tirar una foto o cualquier otra cosa, y entonces viene el peligro», asegura Mayra Joglar, también vecina de Santa Fe, donde ha vivido durante 35 años con el sonido de las olas retumbando día y noche. Cuando habla de Irma, se le corta un poco la voz, y casi se queda sin palabras. «Como este ciclón no he visto otro, ha sido muy duro».

Dionisio, Aslam, Pachá, Conrado, Mayra y otros tantos que desafían con su mirada al mar cada jornada, ahora son testigos, por enésima ocasión, de su furia, esa que ha llenado las calles de árboles caídos, de rocas inmensas, de escombros por paredes derrumbadas. Pero su voluntad es levantar la cabeza y, otra vez, alejar las aguas.
«Nos ayudaremos entre todos. Estamos ansiosos, esperando como locos que empiece la recuperación, para cada cual salir de sus casas con un escobillón, con palas o con lo que sea a recoger el desastre», asevera Aslam, quien no duda que cualquier pérdida material es mínima cuando se ha preservado la vida.
Lo mismo dice Bernardo Carné, señor de 79 años que vive, literalmente, a dos pasos de las olas. «Aquí todo el mundo movió sus cosas a los edificios para evitar daños materiales. Los televisores, los refrigeradores, los ventiladores, la cocina, la balita de gas, todo se guardó».
Bernardo, que lleva dos décadas en Santa Ana con su esposa y su hijo, precisa que la gente que vive cerca del mar son muy solidarios. «Si hay un pan, se divide entre todos, y eso es así en cualquier sentido. ¿Tú ves la cantidad de piedras que hay en la calle? Regresa en dos o tres días para que veas todo limpio. Ahora la gente se tira a la calle y empieza a trabajar, cuando se haya calmado la situación, porque el agua va a seguir fastidiando y sabemos hasta dónde puede llegar. Al final entre el mar y la tierra no hay límite, eso lo inventamos nosotros».



















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Francisco Rivero dijo:
1
11 de septiembre de 2017
06:55:55
carlos santos dijo:
2
11 de septiembre de 2017
07:03:19
E.larra dijo:
3
11 de septiembre de 2017
11:38:13
Graciela Vartanián dijo:
4
11 de septiembre de 2017
17:38:06
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