ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Santiago de Cuba nos recibió a ritmo de conga: calentica y tostadita. La ciudad no celebraba su famoso carnaval, pero el frecuente repicar de las cajas metálicas que contienen los cucuruchos de maní, anunciaban la cercanía del caliente y tostado grano. Ese era el pregón: el sonido de un palillo sobre las cajas, aunque hubo un veterano santiaguero que conjugaba el eufónico golpeteo con el cantar de un «maní, maní, llegó el manisero; maní, maní, tú sabes que te quiero».

La capital del Caribe nos acogió en el mes más caluroso del año y desde el primer día nos enseñó que Santiago siempre está en conga, esa que te incita a que, como inmortalizó Rita Montaner, «no te acuestes a dormir sin comerte un cucurucho de maní».

El tercer día amaneció sin «conga manisera». Marcaban las cinco de la mañana y los cajones descansaban aún de la percusión de la jornada anterior. En el plan de la semana esa era la fecha de subir a la Gran Piedra, a pesar de que Camila continuaba diciendo que debíamos posponerlo, pues la caminata hasta tarde en la noche por la popular calle Enramadas nos había agotado. Ninguno de nosotros pensó que subir 14 kilómetros sin agua y con solo unas galletas sonaba incoherente. Más bien, nunca creímos que el camino fuera largo y duro. Solo queríamos ascender por la cordillera de la Gran Piedra, como mismo lo hicieron los rebeldes tras las acciones del 26 de Julio de 1953 en el Cuartel Moncada.

A las siete llegamos al punto más bajo del recorrido. Una hora después nos detuvimos en una de las casas (luego supimos que era la última que veríamos) a pedir un poco de agua, la cual, aunque la ahorramos, se acabó pronto pues éramos seis para un solo litro. Allí un señor pronosticó que a las diez llegaríamos, y dijo: «Si hasta los niños suben».

En la tercera parada que hicimos tomé un video. Luego perdí la cuenta de cuántas veces más nos detuvimos para recuperar fuerzas y continuar. Cada vez que nos sentábamos, Wilfredo, que era el guía por ser el santiaguero del grupo, sintonizaba las emisoras. Recuerdo haber escuchado Haciendo Radio en uno de los altos en el camino y, por un momento, quise estar en la cabina de Radio Rebelde.

Ayudé a Camila a seguir, aunque yo también me sentía fatigado. Karina le dio a oler un poco de alcohol y luego lo hizo ella. Tuve ganas de escuchar la conga del maní, pero había un silencio rotundo en aquellas montañas.

Le hicimos seña a todo carro que subía, pero la inclinación de la pendiente les impedía parar. Miré el reloj y vi que el pronóstico de llegar a las diez de la mañana había fallado. El minutero se pasaba de hora.

Por primera vez vi a Junior serio, pidiendo llamar a una ambulancia porque no tenía fuerzas. Dos hombres a caballo nos dijeron que aún faltaban siete kilómetros, pero que estábamos cerca de un lugar al que le dicen «el chorrito», donde encontraríamos un poco de agua de manantial. Esa fue la próxima parada. Después escuché a Nailey dándonos ánimo en medio del incesante cansancio: que no pensáramos en lo que faltaba y en lo desprovisto de recursos que estábamos.

Solo restaban tres kilómetros para la meta cuando nos encontramos a dos hombres en espera de un vehículo que los remolcara, pues su camioneta se había roto. Nos dieron agua fría y allí descansamos como media hora. Uno de ellos nos dijo, como quien da un consejo: «En estos viajes hay que traer agua y algo dulce para comer: caramelos, maní…».

Y recordé otra vez el sonido de «la conga manisera de Santiago».

–Ustedes son unos campeones.

Y sonrió –no sé por qué–, tomó su celular e hizo otra llamada al remolque.

Nos chupamos unos mangos que recogimos en la orilla de la carretera, aunque Junior los comía como si fueran guayabas, pues nunca los había probado. Y seguimos, hasta que a menos de un kilómetro un señor en un jeep nos dijo, sin apenas preguntarle:

–Vamos que yo los llevo. ¿Ustedes subieron a pie? ¿Y están bien?

Llegamos a la meta y, si bien la neblina no nos dejó ver el paisaje, disfrutamos del «frío de agosto» en las alturas y de los 459 escalones que nos llevaron a la mayor elevación de la Sierra de la Gran Piedra, a 1 214 metros sobre el nivel del mar.

El camión que sube tres veces a la semana nos llevó de regreso a Santiago, pero esos 50 minutos de descenso pudieran ser tema para otra crónica. Lo cierto es que luego de poco más de cinco horas, entre paradas y andadas, habíamos cumplido uno de los dos grandes objetivos de la visita a la Ciudad Héroe de Cuba.

En la noche, entre el sueño y el dolor en las piernas, hablamos de Santa Ifigenia. Era el otro destino imprescindible en los próximos días: Martí, Céspedes, Mariana Grajales, Compay Segundo, Ñico Saquito, Perucho Figueredo… Y Fidel.

Salimos en la tarde. En una guagua llegamos enseguida. Una vez allí, estuvimos parados frente a su roca. En silencio. Solo unos minutos: suficientes para ver la sencillez del lugar, pero escasos para entender, frente a su nombre, que la gigantesca figura de un hombre como él quepa allí.

Comprobé entonces que el viaje al cementerio no necesita horas de caminata, ni agua, ni dulces, ni maní. Solo precisa saber contener sentimientos. Supe, también, que aunque para ver la auténtica Gran Piedra hay que recorrer 14 kilómetros loma arriba, no hay nada comparable con esa majestuosa roca que está en Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba.

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Dallana Castro dijo:

1

6 de septiembre de 2017

08:26:47


me encanto tu escrito,precioso,he estado en la gran piedra se de sus paisaje de su altura,no he podido estar en el cementerio despues del 2 de diciembre pues este año no he podido ir a santiago pero todo cubano sabe q jamas ese espiritud quepa en una piedra aunq para el su grandeza cabia en u grano de maizpara todo cubano el es imenso....mira si fue sencillo.......leyendo tu escrito me imagine a esos jovenes rebeldes sin condiciones subiendo esas lomas con la tirania detras y como bajo todo sacrificio ariesgaron sus vidas para q jovenes como tu,como yo y como otros vivamos en esta patria tan linda q hoy temenos.!!!!!!!!!!gracias fidel!!!!gracias cuba!!!!!!!!!!!!