ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
La pesca de túnidos siempre se realiza entre tiburones. Fotos: Ronald Suárez Rivas

PINAR DEL RÍO.--¡Tiburón! dice alguien, y la tripulación se pone en guardia. Muy cerca de la popa, el gigantesco pez se acerca a la superficie y enseña la aleta dorsal, en un gesto que durante años se ha interpretado como una amenaza. 

Para los hombres de a bordo, sin embargo, se trata simplemente de una parte del ritual que todos los días les toca vivir en las aguas del Golfo de México.

De hecho, Víctor Martínez, con una trayectoria de medio siglo como pescador, asegura que «si el tiburón no se pega al barco, los peces tampoco».

Por ello, aunque el cine los ha presentado una y otra vez como los malos de la película, Víctor afirma que hay mucho de fantasía detrás de esas historias.

En la vida real, al menos en esta parte, no es cierto que embistan a las embarcaciones, ni traten de cazar a quienes viajan en ella.

«Nosotros pescamos con 10, con 20, y hasta con 40 tiburones alrededor, y eso nunca ha pasado», dice.

Así también lo cree Leonardo Méndez, con cerca de 35 años como pescador. «Con el tiempo, uno los ve como cosa normal, cotidiana, y hasta ahora no hemos pasado ningún susto con ellos».

Ambos integran la flota de la empresa pesquera Industrial La Coloma, la mayor de su tipo del país, ubicada en la provincia de Pinar del Río, y se dedican a la captura de túnidos (bonito, albacora y atún) en las oscuras aguas del golfo.

Para los entendidos, es esta la pesca más dura de todas las que se realizan en los alrededores del archipiélago cubano, porque lleva implícitos dos trabajos en uno. Primero la captura de la carnada, entre los manglares, poco después del amanecer y horas más tarde, en alta mar, la de los peces.

Luis Alfredo Martínez, del Bonitero 01, explica que la jornada se inicia sobre las 6:00 am. «Tenemos que llegar a los cayos cercanos a la Isla de la Juventud, y con el agua a la cintura y un chinchorro, coger la carnada y echarla en un estanque que tiene el barco, para que se mantenga viva.

«Después navegamos varias millas, bordeando la Isla, y sobre las tres de la tarde salimos para el golfo, a lucharla».

Lo primero es ubicar las manchas de peces, algo que durante décadas se hizo con los binoculares, siguiendo el rastro de las gaviotas, y algún punto de referencia, allá a lo lejos, en la costa. Pero en los últimos tiempos, a las embarcaciones les han instalado GPS, con los que marcan los principales pesqueros y fijan la ruta para llegar a ellos con facilidad.

Más allá del susto, a los hombres que han caído al agua no les ha sucedido nada.



En una especie de balcón que los barcos boniteros tienen en la popa, diez hombres (incluido el patrón, que pesca con una mano y con la otra guía el timón) empuñan sus varas para sacar los peces, que muerden el anzuelo.

En cuanto la nave se coloca delante de la mancha, se abre la llave de un sistema semejante a una regadera, que lanza finos chorros de agua, y al mismo tiempo el onceno tripulante comienza a lanzar la carnada.

El agua se revuelve, la presa confunde el anzuelo con el alimento, y cae en la trampa.

Pero sin tiburones, nada de esto llega a pasar. «Es que ellos son los que guían las manchas», dice Luis. Por eso, cuando comienza la captura, un hombre se dedica exclusivamente a lanzarles las vísceras ensangrentadas de los peces que sacan del agua, para atraer a la mayor cantidad posible, y hacer que la mancha de bonito se concentre.

De ahí que muchos pescadores los consideren sus aliados, y en lugar de cazarlos, los protejan.

«A los que permanecen el año entero en el pesquero, incluso los marcamos, para saber de qué mancha se trata», comenta Leonardo.

«Hay uno al que le decimos el ‘bembiblanco’, porque tiene el hocico de ese color, a otro le pusimos ‘el manco’, porque le falta un pedazo de aleta, y a otro ‘el del aro en el pescuezo’, porque al parecer fue  a comer algo y había un aro que se le quedó enganchado».

Más de una vez, durante las maniobras, han caído hombres al agua, sin embargo, se asegura que a parte del susto, nunca les ha sucedido nada.

Víctor Martínez, es uno de los que ha vivido esa escalofriante experiencia. «Eso fue hace unos 18 o 20 años. Estaba de majuero (echando carnada), resbalé con una sardina y me caí por la banda. Pero caerme y subirme por la esquina del balcón fue lo mismo. Un compañero me agarró por el cuello de la camisa y me sacó».

Víctor advierte que no ha sido el único a bordo al que le ha sucedido. «A otro compañero, se le tiró un atún a la pita y lo sacó de flay para el agua, y navegando también se ha caído gente, pero jamás ha ocurrido una desgracia».

A pesar de ello, en tierra, durante décadas se ha fomentado el pánico hacia estos fascinantes depredadores (algunas veces con razón), al punto de que no son pocas las personas de todo el mundo que lo piensan dos veces antes de adentrarse en el mar.

En países como Cuba, esto ha obligado a algunas agencias turísticas, a aclarar en sus sitios publicitarios que los ataques de tiburones a humanos son muy esporádicos.

En los últimos 50 años, por ejemplo, solo se han reportado cuatro en las aguas que rodean el archipiélago, y ninguno tuvo un desenlace fatal.

Ni siquiera en las zonas del Golfo de México, donde embarcaciones cubanas se dedican a la captura de túnidos, alguien recuerda que un pescador haya muerto entre las fauces de un tiburón.

Todo lo contrario. Los hombres que navegan entre ellos el año entero, aseguran que su presencia es imprescindible para poder pescar. 

«Por eso lo que hacemos es cuidarlos, porque son el sustento de lo que hacemos –señala Leonardo. Si alguien les hiciera daño, nosotros nos quedamos sin trabajo».

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