
A las 5 y 40 empezamos a subir por trillo abierto. Las piedras se desgranan bajo el zapato y los pasos malos causan deslaves. Está oscuro, empinado. Se escucha el mar.
Uno busca salientes de roca en el suelo para apoyarse. Avanzamos en grupo. Después, dicen, la gente va a empezar a separarse y a hacer grupos pequeños con aquellos que tengan resistencias semejantes. También hay tramos lisos fáciles de caminar. Grillos y pájaros. Hago fotos y escribo en el teléfono. Trato de mantener el paso estable aunque siento que se ahuecan los oídos y que respiro mal.
Miro hacia arriba y la pendiente asusta. Paso fácil. Hay caminos que parece que bajan y marcas en el suelo de exploración que guían el trayecto y que empiezan a salir mientras aclara. Hay trillos de escaleras con pasamanos y árboles flacos en las orillas de los que me agarro para ascender. Me paro a beber agua. No sale el sol y sudo demasiado. Poco a poco me acostumbro al sudor.
Habíamos llegado a la base del Turquino a las 5 y 23 de la mañana. Un guía con linterna nos condujo por una escalera empinada y rústica hasta un local con el techo redondo, de guano, y mesas (estación biológica Las Cuevas del Turquino).
Sumamos 26 entre estudiantes y periodistas. Nos acomodamos. Había un pedazo de luna sin nubes y el sonido del mar.
Llegó otro grupo. Una brigada de guardafronteras. Bajaron de un camión y vi sus sombras subiendo la escalera, desde arriba. Detrás, el mar grisáceo y las montañas. El guía dijo que la cima está a más de 1 900 metros
sobre el nivel del mar. Que el tramo es duro. Que a las 12 y media todo el mundo debía estar arriba.
Luego el Mayor de los guardafronteras dijo: somos un mismo colectivo.
–Acuérdense que el Turquino se sube con voluntad. A los 100 metros nos van a doler los pies, pero si tenemos voluntad, llegamos. Aquí el más viejo soy yo, y yo pienso llegar, ¿está claro?
Asentimos.
–Okey. Vamo’ a meterle, caballero’.
Ahora el grupo grande empieza a diezmar en tramos de silencio en los que parece que me quedo solo. Bebo agua y me chupo un caramelo.
Hay una muchacha guardafronteras que se agita en el medio del camino. Se dobla con las manos en las rodillas. Dice que no puede. Un cadete la auxilia. Le da agua. Le dice dale, sigue, pero el Mayor le dice que la deje descansar un poco. Dice que la altura influye mucho en la respiración.
Amanece a las 6 y 28. Mi grupo es un cadete sin pulóver y algunos estudiantes. Vemos un tocororo en una rama sobre nosotros. Canta. Hay mariposas blancas sobre las flores y hormigueros. Ahora otra vez me zumban los oídos. Hay bibijaguas. Me ato los cordones. Hay humedad y trillos que se bifurcan.
A las siete llegamos a La Majagua. Es el tercer kilómetro. Un conjunto de casas de madera con techos a dos aguas y un jardín con algunas rosas. Tiene un cartel fuera: Microestación biológica.

Nos recibe una niña y un hombre con bigote y gorra rosada. El hombre destapa una manguera atrancada en un tanque y el agua brota. Llenamos los pomos. Bebemos. Hay un caballo y un perro. La niña nos trae flores y dice que se llama Carolina. Me siento en un tabique junto al tanque y escribo algunas notas. Llegan grupos.
Salgo solo y la tierra se vuelve de un color naranja pálido. Se allana el trillo. Lo camino solo. Alcanzo un grupo de guardafronteras. Lo dejo atrás. Luego alcanzo otro grupo donde va el Mayor.
Entre el cuarto kilómetro y el quinto hay un puente de madera con pasamanos y luego el sendero es una espiral compleja y ascendente llena de escaloncitos. A ese tramo le dicen Sacalenguas.
El Mayor para. Dice que quién coño lo mandó a engordar tanto. Dice que esta es la decimoquinta vez que sube, que va a llegar, pero que ya está viejo. Se sostiene de un árbol y dice que sigamos. Saca un pomo de la mochila y se sienta y bebe. Seguimos. Desde lejos escucho que se dice: dale, coño; tú puedes, coño. Se levanta y sigue. Miro hacia atrás y sigue. Muy despacio.
Resbalo. A veces creo que no llego. Respiro mal y rápido. Hay demasiados tramos en escalera y muy poca llanura. El terreno está húmedo. Me siento el corazón en la garganta. Me siento flojo y empieza a hacer frío.
A las 8 y 27 llegamos a una explanada con sombra y seis bancos de madera y un cartel: «Adelante, caminante. Comienzas a subir el Pico Cuba, segundo en altura del país. El camino exigirá un gran esfuerzo, pero visuales espectaculares alentarán cada paso que des. Tú mismo juzgarás sobre ellos».
Me siento y alguien dice que es mejor que no perdamos el paso. Me queda poca agua y dos o tres caramelos. Chupo uno.
Seguimos. Estoy débil. Me siento en una punta de escalera y me aguanto la cabeza con las manos. Pongo los codos sobre las rodillas. Agacho la cabeza y escucho el viento y los pasos que suben las escaleras; pasos que me alcanzan, que continúan y luego se pierden o que se mezclan con pasos que llegan y no distingo. Me duelen las piernas. Hay un momento de cansancio extremo en que las piernas caminan por sí solas y siguen caminando si te sientas. Y duelen.
Tengo náuseas. Bebo el agua estancada en el fondo del pomo y chupo un caramelo. Me cuesta mucho sacarlo del nailon. Levanto la cabeza y el horizonte es una pantalla neblinosa, discontinua. Pienso que ya he caminado bastante, que está bien hasta aquí, que no vale la pena machacarse. Vuelvo a poner la cabeza en los muslos.
Me despierta la mano de un cadete. Se sienta en la punta de la escalera y me ofrece agua. Bebo. Me ofrece un mazo de galletas dulces. Le escucho mal. Me pregunta mi nombre y me dice el suyo. Un nombre con S. Saúl, Samuel. Me ayuda a levantarme y seguimos juntos. Trastabillando.
A las 9 y 34 atravesamos el Paso del Cadete. Se llama así por un cadete joven que cayó mientras cruzaba. Apareció vivo. El Mayor nos alcanza. Viene con tres o cuatro de mi grupo.
Llegamos a una plazuela con troncos cortados como asientos y una estatua de Frank País. Escribo: estoy cansado. Me he sentado tres veces en el suelo y no me queda agua ni caramelos. Comí galleticas de un cadete que las traía en un nailon. Ya me he sumado a tres grupos distintos. Pero voy a llegar.
Caminamos entre nubes pastosas como si camináramos entre humo.
Dice el Mayor que es el último tramo.
La cima es una explanada redonda con árboles y salientes de roca sobre las que la gente se recuesta. Me tiendo y pongo la cabeza en una y no distingo el momento en que me duermo. Cuando despierto son las 11 y 20. Casi una hora antes de lo previsto. Los de mi grupo comen o descansan a mi alrededor. Esperan a los otros. Los guardafronteras están formados.
El Mayor lee algo y menciona nombres que salen al frente y reciben de sus manos el carné de la UJC. Uno de ellos, es S.
Entonces me levanto y me hago un selfie frente a Martí apostado en una espira y persigo a uno de los primeros grupos que comienza a bajar.



















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Felix dijo:
1
18 de agosto de 2017
06:45:32
Midy dijo:
2
18 de agosto de 2017
09:10:55
Andrés J. Jiménez dijo:
3
18 de agosto de 2017
11:16:19
Laura dijo:
4
18 de agosto de 2017
13:55:24
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