Lleva casi siempre una gorra negra, desteñida. Apenas puede leerse en ella las letras de alguna marca o equipo deportivo. Apenas se ve algo más que manchas viejas de sudor y tierra. No es una gorra sucia; ella está, como todo él, cicatrizada de trabajo y tiempo.
A veces me despierto temprano, las pocas veces que lo hago, y escucho el romper del machete contra el césped. No se me ocurre la idea vaga de que pueda ser algún jardinero dispuesto, ni otro vecino madrugador. Sé que es él, con su gorra, pantalón verde olivo y camiseta igual de negra, igual de gastada.
“¿Qué tal, Cuito?”.“¿Cómo está la cosa, Cuito?”. “No es fácil, Cuito”. Así, nuestros saludos, el cumplido esquivo y superficial de los que pasamos a su lado mientras, encorvado, siembra por quinta o sexta vez los marpacíficos de los bajos del edificio, o carga una carretilla llena de hierba recién cortada, o levanta al hombro un balón de gas. Entonces responde, casi monosilábico, cuando ya no se espera respuesta, con un buenos días entrecortado, o una onomatopeya indescriptible, indescifrable.
A Cuito ya no le hacen falta las palabras, la gente lo conoce. Los niños, hasta los más pequeños, lo llaman cuando juegan en el jardín. Él asiente, tal vez sonríe, se asoma por una esquina de la escalera de su cuarto piso, anota números en una libreta —también roída—, suma, multiplica… Entonces alguien le pide que lo ayude a arreglar el baño, que está tupido, y que destrabe el desagüe, y que mire el fregadero porque algo está fallando. Y allá va, con su veterano “picoloro” y su silencio habitual.
Una vez conversamos largo rato. Aquella plática supera quizá la suma de todas las veces que hemos hablado. Sentados uno frente al otro, en el comedor de su casa, y grabando nuestras voces. Esa noche, porque sí, era de noche, supe quién era Cuito.
Humberto Arbella Escalona partió en 1987 hacia Angola, luego de 15 años en La Habana, proveniente de Las Tunas. En tierra africana compartió los roles de amunicionador de lanzagrandas con las de cocinero. Aunque a veces lo iban a buscar a la cocina para que disparara desde un BTR, antiguo transporte soviético de tropas blindado.
Allá vio la guerra, sufrió la guerra. El sonido de disparos, de cañones, el olor de la sangre mezclado con comida falta de sal, la desesperación, el miedo... el miedo, se le quedaron tatuados en los ojos y en lo que los ojos no llegan a ver.
Cocer desayuno, almuerzo y comida, de lunes a lunes. Tener siempre listas las granadas, lanzarlas, huir del estallido, comprobar los daños. Pasar el día en el refugio, cuando no hubiera combate, debajo de la arena. 27 meses durmiendo en una balsa como cama, aguantada con cuatro estacas para que las cobras no lo alcanzaran tan fácilmente. Algunas lo intentaron, y murieron.
Cartas a la familia en Cuba, y desde la Isla, el terror constante de que pudieran perderse en el camino, el pánico porque un día hombres uniformados tocaran a la puerta con rostro compungido. Dos veces lo hirieron, pero no hubo bala más fuerte que su deseo por que las cartas llegaran y por que esos hombres nunca cruzaran el umbral de su casa.
En una batalla “cuerpo a cuerpo” la suerte se volvió severa. Tras una pelea de más de 11 días, Humberto caminaba, exhausto, esquivando cadáveres y heridos. Algo llamó la atención por encima de los restos en el suelo. A pesar de la vista nublada y cierto mareo embriagante de fatiga, pudo divisar a un tanquista cubano en la tierra, pálido y negro a la vez, pendiendo de una hebra de vida. Habían volado su tanque con los proyectiles y solo quedaba él de su tripulación.
Entonces Arbella se lo echó al hombro, aunando fuerzas con las que ya no contaba, y caminó con el tanquista apoyado en su lado izquierdo, el lanzagranadas en el derecho y la mochila en la espalda, atravesando los dos kilómetros hasta su trinchera.
Los combates en Cuito Cuanavale, que pueden mencionarse de una pasada pero que cobraron muchas historias de cubanos, no solo trasformaron la vida de este hombre de palabra breve, sino que le robaron, tal vez para siempre, su nombre.
Mañana lo veré otra vez, y puede que con machete en mano, matando la hierba mala que no deja de crecer en los bajos de mi edificio. Desde que amanezca hasta el ocaso, de lunes a lunes, Cuito trabajará en silencio, sumido en su fidelidad, junto a otros tantos que dejaron la piel por el mundo.
Una gorra negra, desgastada, cuidará su rostro del sol.
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Yoel. dijo:
1
12 de agosto de 2016
05:21:52
Nelson dijo:
2
12 de agosto de 2016
07:52:42
josea dijo:
3
12 de agosto de 2016
07:58:39
Sixto rivero dijo:
4
12 de agosto de 2016
12:27:33
duniesky dijo:
5
12 de agosto de 2016
13:31:27
Arturo dijo:
6
12 de agosto de 2016
14:31:10
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