
Granma.—Pueblo Nuevo era la antítesis de El Carmen.
En una cabecera tan pequeña como la Media Luna de inicios del siglo XX, no había modo de que ambos barrios quedaran muy lejos entre sí.
La distancia mayor que los separaba era la condición social de sus moradores: el primero, asentamiento para las humildísimas familias de los obreros del central Isabel; el segundo, zona privilegiada de la aristocracia local, repartida entre los dueños de la industria y de los terrenos de la región.
Ser médico, aún más en un lugar tan apartado, era oficio de relevancia y consideración, pagado lo suficiente como para vivir holgadamente entre la casta pudiente; sin embargo, cuando el doctor Manuel Sánchez Silveira llegó a Media Luna, nombrado médico del central, se fue hasta el barrio humilde de Pueblo Nuevo a instalar, junto a su esposa Acacia Manduley, el hogar en el cual ver nacer y crecer a sus hijos.
Allí vieron la luz los nueve muchachos, y allí también empezaron a cultivar el carácter, bajo los influjos de una familia unida, protectora y sensiblemente humana, que en simbiosis con la humildad del entorno, fueron los primeros moldes para la formación de la amplia descendencia.
LOS VALORES TEMPRANOS
Sin embargo, hay vidas que nos llegan marcadas por la universalidad, y una especie de confabulación natural, con apariencia de casualidad, condensa en la criatura los sentimientos puros y el extracto de virtudes que luego la exaltarán.
La niña Celia, quinto fruto del matrimonio Sánchez y Manduley, nació con esta marca, y en su caso, la casualidad aparente fue la de venir al mundo el 9 de mayo de 1920, la misma fecha en que Cuba celebrara por primera vez el Día de las Madres.
A juzgar por los dones maternales que muy temprano se le revelarían, la coincidencia con el festejo pareció el más grande evento premonitorio que coronó las circunstancias del nacimiento. A ese puede sumársele la voluntad filial de inscribirla con un tercer nombre: Celia Esther de los Desamparados.
En el volumen biográfico que Pedro Álvarez Tabío escribiera sobre la heroína de la Sierra y el llano (Celia, ensayo para una biografía), el historiador da fe de que a la pequeña, todavía con la edad muy corta, la enojaba muchísimo que sus hermanos la llamaran por ese tercer nombre. Celia, sin embargo, nunca pudo contener sus impulsos protectores y de alineación con los humildes.
Demasiado hondo calaron en ella las cualidades de benefactor del padre, esa esperanza única que tenían los pobres de Pueblo Nuevo y los confines montunos de Media Luna. Para el doctor Manuel Sánchez no importaban la noche oscura ni el sol abrasador, ni la distancia por recorrer a caballo si se trataba de asistir a quien necesitaba sus servicios.
Celia creció viéndolo y no pocas veces participando con él, en labores de enfermera. Fue el padre una escuela esencial en la configuración de aquel sentimiento puro de deberse y darse a los otros, así como en la veneración por la historia de la nación y la solidez de un patriotismo profundo.
Esas lecciones alcanzaban a todos los hermanos, pero en Celia siempre sintetizaban de un modo sensiblemente distinto y mayúsculo; una cualidad que unido a su inteligencia, responsabilidad y arrojo, le conferían una especie de derecho natural de líder dentro del grupo de infantes.
Acorde con la edad, podría empezarse por el recuento de las innumerables travesuras y ocurrencias que tuvieron en ella a la cabeza pensante; como aquel episodio en que escondieron los zapatos de un pariente por un año, o cerraron la llave de paso de la ducha a un vecino enjabonado, o las fotos de muestra que ella y sus hermanas le sustrajeron a un fotógrafo de visita en el pueblo, para luego enviarlas con dedicatorias sutiles a varios hombres casados de la localidad, causa inmediata de disgustos y separaciones.
Sin embargo, más allá de las maldades, la responsabilidad con que asumía los encargos diversos, la hicieron merecedora de una confianza de adulto. Con 11 y 12 años la dejaban sola al cuidado de los pequeños hermanos en la playa, y en relación con ellos, se adueñó además del rol de tutora, cuando sus mayores marcharon a estudiar.
Esta disposición maternal, casi perenne, también fue el saldo de una experiencia terrible que sufrió a los seis añitos, en la muerte de su madre Acacia. Cuentan que mientras duró la enfermedad mortal, nadie la levantó del taburetico instalado al lado de la cama, y tras el deceso sufrió una depresión intensa que le provocó fiebres y preocupó sobremanera al padre.
La predilección de Celia por los niños era extraordinaria, visible en los juegos infantiles dentro de la casita que el doctor Sánchez les construyera a los hijos.
Lo que empezaban con muñecas, varias veces lo terminaban con una vecinita de siete meses, a la cual arrullaban hasta dormirla, y luego acostaban en una tabla de planchar que mecían colgada del caballete de la casita.
Bastó que doña Irene —la abuela que asumió con formidable acierto el espacio dejado por la madre fallecida— lo descubriera y pusiera fin al peligroso juego; no a la afinidad de Celia por los pequeñuelos, que ella siguió practicando entonces con otro niño del barrio El Carmen.
Relata Álvarez Tabío que el muchachito velaba a diario el regreso de Celia de la escuela, y ella, acompañada por una hermana u otra amiguita, sentía el deber de tumbarle el churre, nada más y nada menos que en la fuente del parque de Media Luna.
CORAJE Y REBELDÍA
Otra cosa era su valor personal. Al regazo de la niña Celia corrieron muchas veces los pequeños cuando temían o les asustaba algo, como pasó cuando robaron en la casa y el trauma les demoró. Allá iban a acostarse con Celia —rendida a piernas sueltas— cada vez que el viento movía las verjas y las cadenas.
Igual pasaba en los frecuentes viajes por mar a Manzanillo. Eran maravillosos mientras no se encrespaban las olas y un aire de tormenta sacudía con violencia el barco. Celia, impasible, parecía disfrutar el trance, mientras la compañía temblaba de pavor.
Con la naturaleza la unía un amor singular, casi íntimo, revelado en su afición al agua de los ríos, las playas y los aguaceros; en la predilección por escalar montañas; aprender los nombres y las propiedades curativas de las plantas; acompañar al padre en sus andanzas arqueológicas…
Precisamente este vínculo, muy estrecho desde los primeros años, acrisoló en ella su profunda vocación ecológica y el magnífico sentido del adorno con motivos naturales; apreciables tanto en la jardinería de la Comandancia General de La Plata, en medio de la guerra, como en la posterior concepción constructiva del Palacio de Convenciones, el diseño forestal del Parque Lenin, el Zoológico de La Habana, o los salones protocolares del Palacio de la Revolución.
Sin llegar a la desobediencia, la herencia moral del padre, orientada a la solidaridad y el respeto del deber cívico, crearon en Celia un instinto de rebeldía militante, que cuando se mezclaba con la obstinación de su carácter, la hacían intransigente.
Nunca terminó por eso el bachillerato; debido al episodio circunstancial de un profesor que no entendió la caligrafía de un examen y les pidió, a ella y a la prima Ana, que fueran a leerles la prueba. Celia nunca accedió:
—Uno de los dos está mal: o él como profesor, que no sabe leer; o yo para bachiller, pues no sé escribir. Así que no se lo voy a leer.
La resistencia le costó ese nivel de enseñanza y una fuerte reprimenda familiar; pero al final no fue, dando una luz muy clara del tipo de mujer que maduraba. Empezó a escribir en letra de molde.
Aun con la personalidad en formación, la niña Celia Sánchez era tempranamente un anaquel de historias singulares que quedarían para el recuerdo en su tierra natal. Por medio de ellas, asomaron prematuramente la madera de heroína, la vocación maternal, el empuje temerario de tormenta y la tierna sensibilidad de flor.
Los años de la mujer hecha y derecha confirmaron el preludio, y todos aquellos pasajes infantiles observados con gracia, se elevaron a la talla de heroísmos legendarios, contemplados todavía con admiración: la niña que saltaba al río antes que todos, fue la primera mujer incorporada a la fila guerrillera, y en quien su líder, el Comandante en Jefe, depositó toda su confianza; la infante temeraria en la aventura del juego, entonces la más buscada luchadora clandestina que trasnochaba a los esbirros de una ciudad; la tierna tutora de sus hermanos menores, ahora la madre adoptiva de miles de hijos de campesinos y mártires de guerra…
En Media Luna, hace 95 años, una niña de nueve libras y tres cuartos, llamada Celia, vino al mundo con la marca de la universalidad, y la certeza de una leyenda viva.



















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Ricardo Rodriguez dijo:
1
9 de mayo de 2015
16:16:18
Eliézer Gomes de Moura dijo:
2
10 de mayo de 2015
17:10:21
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