
Era domingo, día de descanso en el campamento El Roble, en la Sierra Maestra. Sentadas alrededor de Noelia estaban sus compañeras; tal vez conversaban sobre las travesías y el aprendizaje de la vida en la montaña, a las cuales se dedicaban horas y horas durante la semana; quizá recordaban el día que subieron a Minas de Frío con la lluvia y el fango “hasta las oídos”, o cuando conocieron el I-4, aquella neblina que les impedía poder mirarse las manos y las caras. Puede que no, que solo estuvieran contando chistes, planeando la próxima travesura juvenil.
Lo cierto es que Pepe andaba cerca, ayudando a componer el horcón de la barraca contigua, y tal como sucede con esos momentos que a uno lo estremecen y redimensionan, sin darle siquiera tiempo a darse por entendido, levantó el naylon que lo separaba de Noelia, y pocos segundos pasaron antes que pudiera percatarse de sus hermosos ojos verdes.
—¿Y tú de dónde eres?, preguntó.
—De Maffu, respondió ella.
—¿Y en Maffu todas las mujeres tienen los ojos tan lindos?
—No, es que yo me los tiño.
—Pues sígaselos tiñendo, porque le quedan muy lindos.
El Roble era el campamento más lejano de todos los que Pepe visitaba. Primero le antecedían La Magdalena y El Meriño. Pero eso no significaba ningún impedimento. Según cuenta, en los recorridos que hacía siempre se fijaba en todas las muchachas, “pero la que ganó fue ella”.
“En uno de esos viajes me decidí a decirle cuáles eran mis objetivos, pero me dio un no rotundo. No obstante, yo seguí insistiendo, hasta que la fui a buscar a Mayarí Arriba, donde la habían ubicado a trabajar como Maestra Voluntaria, y le pedí matrimonio”.
“Nos casamos y me fui a trabajar con él en la Alcarraza, donde nacieron las dos primeras de nuestros cuatro hijos, y concebimos la tercera”, rememora ella.
Pepe Arias y Noelia Lora llevan juntos 55 años, los mismos que se cumplen, en los primeros día del mes de mayo, del ascenso a Minas de Frío del primer contingente de Maestros Voluntarios.

“Yo que nunca había nadado ni subido montañas era la que iba al frente, tocando con un palo para saber si había profundidad en los ríos, indicando el camino para el resto de mis compañeros. En Las Vegas de Jibacoa nos cogió la noche. Recuerdo que estábamos extenuados, y nos acostamos a descansar. Por la madrugada los campesinos tuvieron que despertarnos porque había empezado a llover, no nos habíamos dado cuenta, y estábamos nadando en el secadero inundado”, describe Noelia la llegada a la Sierra.
Si una expresión serviría para definir el papel de los Maestros Voluntarios allí, sería sin duda la palabra “todo”: “Fundamos las Milicias, los CDR, curábamos a los enfermos”, cuenta Pepe con una mezcla entre nostalgia y satisfacción. Al llegar al batey de la Alcarraza los campesinos lo rodearon a él y a su esposa, y la primera pregunta que escucharon los maestros fue: ¿Cuándo empiezan las clases? “Hoy mismo”, contestaron.
Y ese día las sombras de los árboles sirvieron de testigo, como lo hicieron en muchos otros recónditos lugares de la Sierra, de la fundación de una obra que permitiría enviar a más de 200 000 alfabetizadores voluntarios a librar del analfabetismo a la isla de Cuba, al cabo de poco tiempo.
HISTORIAS DE MAESTROS VOLUNTARIOS
Miles de jóvenes de todos los territorios se alistaron al llamado de Fidel, el 22 de abril de 1960, cuando frente a las cámaras de televisión convocara a llevar la enseñanza a los lugares más inhóspitos del país. “Hace falta que ellos nos ayuden para mejorar la educación de nuestro pueblo y para que los campesinos aprendan a leer y se hagan hombres útiles para cualquier tarea”, fue el reclamo del líder histórico de la Revolución.
De grande, Juana Marisela deseaba ser química azucarera, pero al igual que Pepe y Noelia, fue otra de las jóvenes que respondió a aquel llamado de instruir en las montañas. “Cuando voy al instituto al otro día había un alboroto porque todo el mundo estaba hablando de incorporarse al contingente de maestros en la Sierra Maestra. Inmediatamente me fui al Departamento de Asistencia Técnica Material y Cultural al Campesinado, donde se hacían las inscripciones. Recuerdo que al salir de la casa la condición que me puso mi madre es que ‘rajada’ no podía regresar: ‘aquí tú no puedes venir nada más que enferma’, me dijo”.
Guillermina Ares, quien estuviera encargada de subir a la Sierra para ubicar y organizar el campamento que recibiría días después a más de mil jóvenes, recuerda claramente la incorporación de los grupos que venían de todos los territorios “después de un largo viaje en tren hasta Yara, en la antigua provincia de Oriente, se

montaban en los camiones para llevarlos a Las Mercedes. De ahí se continuaba hasta Las Vegas de Jibacoa, que en aquel entonces era un camino difícil, bordeado de profundos precipicios, y luego se seguía a pie para subir la conocida loma de La Vela”.
Por su parte, Teresita del Pilar Ramírez —otra de las jóvenes incorporadas, y quien se enfrentó a todo el proceso con una de sus hijas enferma de poliomelitis—, habla de cómo fue de importante la disposición de todos aquellos jóvenes, quienes no lograban desprenderse de la alegría, a pesar de los inconvenientes, de la frialdad, aunque la lluvia les obligaba a avanzar y retroceder todo el tiempo.
“En Minas de Frío estuvimos tres meses preparándonos desde el punto de vista pedagógico, militar y físico, para la vida que íbamos a llevar en los lugares donde nos enviaran. Hacíamos recorridos, marchas, ascendimos el Pico Turquino dos veces, dábamos clases a los niños a modo de entrenamiento. Esa preparación nos hizo más solidarios, más humanos, más fuertes”, explica Juana Marisela.
Y ese aprendizaje les cambió la óptica de la vida, porque al pasar de los años todavía hay historias que aunque se conocen, al escucharlas llegan a estremecer. Noelia, por ejemplo, no olvida a aquella madre a la que el hambre le arrebató a cinco de sus nueve hijos, o la familia de campesinos en una rústica casa sin paredes. “Yo les decía ‘por qué ustedes no le ponen unas paredes a la casita, por qué no hacen una cocinita’, y la respuesta era: ‘No maestra, si hacemos eso viene la guardia rural y nos quita la casa y nos quema todo’. Yo trataba de explicarles que eso no iba a pasar más en Cuba. Pero ellos no entendían”.
Así, los Maestros Voluntarios conocieron la difícil vida en la montaña, se enamoraron, hicieron de las escuelas sus casas, y de sus alumnos familias que todavía hoy conservan. En los recuerdos de algunos, como Teresita del Pilar, están vívidas las acciones que en esos años bandas contrarrevolucionarias cometieron para truncar la obra del magisterio y sembrar el terror, incluso con el asesinato, del cual fue víctima Conrado Benítez, entre otros.
Sobre las tareas que a 55 años todavía realizan, Pepe Arias, quien junto a Noelia dirige el grupo de Maestros Voluntarios en La Habana, señala con orgullo: “Nosotros ayudamos al Ministerio de Educación en dos vías bien definidas, una es la vinculación de las comunidades con los centros escolares, y la otra es la transmisión de nuestra experiencia a las nuevas generaciones”.
“Porque en nosotros se cumple una relación inversa, cada vez tenemos menos salud, pero nuestra experiencia se hace más importante para la juventud. Martí dijo que la educación es una obra de ternura, de amor, y yo creo que eso es lo primero que debe poseer un profesor”.
Recordar ha sido un ejercicio que les ha hecho a todos conmoverse. No puede ser de otra forma. Los Maestros Voluntarios fueron el pilar sobre el cual se fundó la revolución educacional en Cuba, concebida desde el Programa del Moncada por Fidel.



















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Rafael dijo:
1
4 de mayo de 2015
08:56:53
Leon0r Brito dijo:
2
4 de mayo de 2015
10:33:53
Camila Moreno dijo:
3
22 de diciembre de 2017
09:30:22
Noelia Arias Lora dijo:
4
27 de octubre de 2024
17:14:22
Noelia Arias Lora dijo:
5
27 de octubre de 2024
17:17:46
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