ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
A la memoria de François Truffaut está dedicado el 17 Festival de Cine Francés que por estos días se celebra en La Habana y exhibe varios de sus filmes, entre ellos, Los cuatrocientos golpes. Foto: otroscines.com

En su última carrera, tras escapar del reformatorio, el adolescente sin amor de padres llega hasta la orilla del mar, se voltea, y busca aturdido el ojo de la cámara como si tratara de encontrar una explicación al difícil mundo en que le ha tocado vivir. Al apagarse las luces en un cine de La Habana, los espectadores se miran unos a otros. ¿Qué han visto? Los críticos corren a sentarse frente a sus máquinas de escribir y baten palmas: ¡Esto es la Nueva Ola francesa, señores!
Veintisiete años tiene François Truffaut (1932-1984) cuando en 1959 le premian en Cannes su primer largometraje, Los cuatrocientos golpes, quizá la película más emblemática, junto a Hiroshima mon amour (1959, Alain Resnais), de aquel nuevo movimiento cinematográfico integrado en su mayoría por críticos de cine y documentalistas empeñados en cambiarle la faz a la pantalla francesa.

Una generación de posguerra que había madurado en teoría sus prejuicios contra el academicismo reinante y pedía frescura y nuevas formas: rodar en exteriores, cámara en mano, a veces improvisando, con actores nuevos, sin ataduras ni convencionalismos; filmar historias más realistas que desnudaran al ser humano y lo mostraran tal cual ante un público que, al estar en crecimiento, sería vital para que la nouvelle vague se impusiera.

En su debut, Truffaut se inspiró en su propia vida para recrear la existencia del joven Antoine Duanel (Jean-Pierre Léaud), un álter ego que durante veinte años aparecería en pantalla y crecería a la par del director: después de Los cuatrocientos golpes vendrían Antoine y Colette, cuento que  formó parte del filme El amor a los veinte años (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).

Si se revisa la extensa filmografía de Truffaut, sus excelentes críticas de cine, sus guiones, sus libros (el de la entrevista con Hitchcock es un clásico de la literatura cinematográfica), sus estudios del cine B norteamericano, en especial los policiacos, para experimentar a partir de él, sus desempeños como actor y la evolución desde la Nueva Ola hacia formas creativas más variadas, se llega a la conclusión de que hasta su muerte, en 1984, víctima de un tumor cerebral, no tuvo un momento de reposo y, si lo tuvo, fue para amar a no pocas de las actrices que luego volcarían en pantalla cuanto se propuso sacar de ellas.

Cuando la Nueva Ola comenzó a ser percibida como un movimiento que se repetía, Truffaut se desmarcó haciendo películas que no lo ataran a las estructuras narrativas y visuales por las que una vez apostó. Algunos de sus antiguos cofrades lo criticaron, pero ahí están sus filmes, medianamente cambiantes en el estilo, aunque inteligentes y emotivos, como para demostrar que no le faltaban razones en su evolución artística.

Fue un muchacho díscolo, cercano a la fechoría (ah, Los cuatrocientos golpes), que con la misma sinceridad reinante en sus películas, un día proclamó al mundo que “por haberle salvado el cine la vida”, su vida había sido por entero para el cine.

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