A mi abuelo materno lo perdí siendo aún joven y con muchas ganas de vivir, pero le ganó una enfermedad con la que valientemente había luchado más de la mitad de su existencia.
Su ausencia es hasta hoy de las más duras pérdidas que he sufrido, pero como consuelo a su prematura despedida me digo siempre que lo llevo conmigo de muchas maneras, porque me dejó tantas lecciones de vida que son imposibles de enumerar.
Mi abuelo era «el hombre del millón de amigos», lo conocían hasta las piedras de Jobabo, por una razón muy sencilla, fue un ser muy humano desprendido y solidario.
De niña, me impacientaba cuando salía con él, «es que te paras a conversar cada 5 minutos en cada esquina» –le reclamaba yo–; «es que no puedo pasar de largo frente a la gente que conozco y no detenerme a saludar» –me respondía él.
Lo cierto es que en ese variopinto entorno de sus amigos, porque sinceramente así los consideraba él, conocí a todo tipo de personas, sin exagerar. Mi abuelo nunca aplicó criterios de «selección» excluyentes, discriminatorios o prejuiciosos antes de estrechar una mano, dar un abrazo, o regalar un consejo.
Recuerdo también que desde su puesto en el departamento de Recursos Humanos del entonces central Perú, trató de abrirle puertas a muchas personas a las que, en otros lugares, se las cerraron. Fue por eso que, el día en que lo despedimos, llegó a darle el último adiós más gente de la que pude contar, incluso aquel señor alcohólico por el que sentía un especial cariño y al que muchas veces recibió sin miramientos en la casa, para darle una merienda o un plato de comida.
Mi abuelo jamás sintió vergüenza de hacer quehaceres hogareños que, además, disfrutaba. Dejó siempre abiertas las puertas de la casa para mi padre, su yerno, aun tras el divorcio, y nunca dejó de llamarlo hijo. Jamás cayó en actitudes machistas que limitaran a su esposa (mi abuela) un desarrollo profesional pleno.
Era el primero en reconocer sus defectos. Aunque no tuvo muchos estudios y provenía de un seno familiar de mucho tradicionalismo y respetuoso de los estereotipos, mi abuelo entendió siempre que ningún ser humano merece ser juzgado a la ligera, que todos somos iguales, que lo que nos hace mejores o peores son nuestros valores y que las etiquetas pueden destruir una vida.
Muchos, claro está, le criticaron su manera de pensar, tal vez por ser más avanzada y abierta de lo que «se suponía», pero fueron más los que lo admiraron y quisieron por eso.
En estos días no puedo evitar recordarlo, porque estoy segura de que si estuviera vivo, hubiera tenido ya muchos encontronazos con quienes pretenden que la sociedad cubana se quede detenida en el tiempo y ponen prejuicios por encima de derechos.
Mi abuelo probablemente me hubiera pedido que le explicara el Código, que le esclareciera conceptos que quizá en sus años mozos ni existían, pero mi abuelo, no tengo duda alguna, sería como siempre de los primeros en levantarse para ir hasta el colegio, de la mano de su compañera de vida, a votar «Sí».
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Alberto betancourt V'azquez dijo:
1
25 de septiembre de 2022
09:21:31
Adry dijo:
2
25 de septiembre de 2022
09:37:33
Luis dijo:
3
25 de septiembre de 2022
14:22:23
Milagros dijo:
4
26 de septiembre de 2022
06:52:02
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