ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Desconocido

Abres Facebook «un momento» y, sin darte cuenta, ha pasado media hora. En Instagram los vídeos parecen leer tu mente. En X, todo el mundo parece estar indignado. No es casualidad. Detrás está el algoritmo, una especie de filtro automático que decide qué ves, qué no ves y en qué orden lo ves.

Un algoritmo, explicado sin tecnicismos, es como una receta de un médico o un conjunto de instrucciones: «si pasa esto, haz aquello». En redes sociales, esas instrucciones dicen cosas como: «si un vídeo consigue muchos comentarios muy rápido, muéstralo a más gente» o «si esta persona se queda viendo hasta el final los vídeos de gatos, enséñale más gatos». Es como si tuvieras un bibliotecario personal que te va poniendo delante los libros que cree que te harán volver a la biblioteca cada día.

Las grandes plataformas viven de tu atención, porque con ella venden publicidad. Por eso, sus algoritmos observan todo lo que haces: cuánto tiempo te quedas en un vídeo, qué publicaciones comentas, a quién sigues, qué pasas de largo en un segundo y qué compartes con tus amigos. Con esos datos construyen un perfil bastante detallado de tus intereses, miedos y angustias. A partir de ahí, intentan predecir qué contenido hará que sigas enganchado, y en esa lógica se convierte tu muro en algo totalmente personalizado, en el que el criterio principal no es «lo más importante» sino «lo que te mantiene dentro de la plataforma».

Aquí entra en juego el concepto de sesgo algorítmico, cuando estos sistemas, en lugar de funcionar de forma neutral, producen resultados sistemáticamente injustos o distorsionados.

Un ejemplo especialmente claro es el de los contenidos sobre Palestina. Organizaciones de derechos humanos han documentado que, en momentos de gran tensión, publicaciones en apoyo a los derechos del pueblo palestino han sido borradas, ocultadas o penalizadas de forma desproporcionada en Facebook e Instagram, sin que incitaran al odio o a la violencia. Investigaciones académicas sobre las protestas en Sheikh Jarrah en 2021, por ejemplo, describen cómo activistas percibieron una «censura algorítmica»: directas que se cortaban, cuentas limitadas, publicaciones que dejaban de circular y una enorme dificultad para apelar esas decisiones automatizadas.

Un estudio realizado en Cuba en 2019 demostró que un contenido sobre el bloqueo de Estados Unidos publicado en Instagram desde nuestro país, tenía el 50 % menos de reacciones que ese mismo mensaje publicado desde otro país en la misma cuenta.

Los efectos del sesgo algorítmico nos alcanzan a todos, porque amplifican las posiciones extremas y las reacciones emocionales. Los mensajes que indignan, asustan o enfurecen suelen generar más comentarios y compartidos, y por eso los algoritmos tienden a impulsarlos, lo que puede dar la impresión de que el mundo está permanentemente al borde del colapso. En paralelo, la desinformación se beneficia de esta dinámica: si una noticia falsa toca fibras emocionales y se difunde rápido, el sistema no tiene tiempo de frenarlo antes de que llegue a millones de personas.

También hay efectos menos visibles, pero igual de importantes: nos hacemos una idea distorsionada de lo que piensa «la mayoría», porque confundimos nuestra burbuja con el conjunto de la sociedad; tomamos decisiones personales basadas en información incompleta o sesgada; y ciertos grupos quedan sistemáticamente infrarrepresentados o mal retratados, lo que afecta su capacidad de hacerse oír.

Entender el sesgo algorítmico no implica caer en la paranoia ni abandonar las redes sociales, sino mirarlas con más conciencia. Ser capaz de tomar distancia, de preguntar «¿qué no estoy viendo?» y de buscar otras ventanas al mundo es, hoy, una forma de cuidar tu autonomía y tu mirada crítica en medio del ruido digital.

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