La música infantil en Cuba ha transitado diversos caminos, casi todos desde una visión renovadora y coherente. Desde nombres que apostaron a dinamitar los facilismos, con una concepción lúdica y educativa como Gisela Hernández y Olga de Blanck, hasta la proliferación de coros en escuelas de música y cantorías de niños, cuyos únicos requisitos son la aptitud y el amor por la música.
Ahí encontraremos la cantoría Solfa, con dirección de Mailán Ávila; el Coro Diminuto, de la Escuela Elemental de Música Alejandro García Caturla, dirigido por Carmen Rosa López, o el Coro Nacional Infantil con dirección de Digna Guerra, entre otros colectivos. Si nos movemos hacia el cenit trovadoresco poseemos el referente inequívoco de Teresita Fernández, además de Liuba María Hevia, Kiki Corona, Augusto Blanca, Rosa Campo, Lidis Lamorú o Rita del Prado. A su vez, si hurgamos en una zona quizá poco divulgada, hallaremos autores e intérpretes que aún hoy conservamos en nuestra memoria afectiva y que, también, son parte de esa sedimentación innegable en cuanto al género.
Nombres como África Domech, Alden Knight, Marta Jean-Claude, Miriam Vázquez, Enriqueta Almanza, Aurora Basnuevo, Celia Torriente, Omara Portuondo…
Pero, ¿ha navegado cada época en sintonía visual con su entorno? Sí, y no. Dialécticamente, lo mejor de cada generación musical ha de maridar desde diversos enfoques con zonas afines como el teatro, el cine, la literatura, el audiovisual y otras, para así generar y complementar una serie de afluentes cercanos según se desarrollen. Recordaremos, y no solo por nuestra condición de niños en los 70, sino por la excelente propuesta y acompañamiento visual que poseían, canciones como Mi gatico Vinagrito, Los siete chivitos, Juan me tiene sin cuidado, Perro salchicha, El brujito de Gulubú (estas dos últimas de la argentina María Elena Walsh, pero muy populares en Cuba). En cambio, si identificamos la gran obra autoral de hoy y la redireccionamos hacia resultados en cuanto a presencia visual, notaríamos un desfasaje notable en detrimento del discurso televisivo y del videoclip como herramientas decisivas en torno a promoción y presencia del género. Dicho en jerga popular: algo no cuadra.
¿Cómo no inundar visualmente nuestro entorno con el talento de quienes hacen música infantil hoy día? ¿Cómo se entiende que se graben discos con nuestras disqueras y no ocurran avalanchas de videoclips que los acompañen? ¿Por qué se acude en ocasiones a temas foráneos y banales en detrimento de los nuestros? ¿Por qué tenemos que ver y escuchar una vulgar canción para adultos en un sitio recreativo infantil?
Nada explica que se desaprovechen las potencialidades de estos tiempos tan necesariamente visuales. Y aunque las instituciones culturales no dan la espalda, aún es insuficiente que la obra de los grandes cultores del género esté cerca de un sólido respaldo audiovisual.










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