Hace pocas semanas una llamada telefónica me propondría un reto en estas lides de música y crítica: me pidieron valorase y enjuiciara ante la prensa especializada dos producciones del trovador Raúl Torres que serían presentadas para, y también como festejo merecido, celebrar sus 30 años de carrera musical. Y confieso que precisamente el tema de los 30 años fue uno de los mayores dilemas en lo personal, pues como me gusta sentenciar, un artista llega a un escenario con una buena obra que le precede, o al menos eso cree. Y, aunque debe tomarse un año, un concierto o un momento determinado de dónde asirse para celebrar cumpleaños, la realidad es que Raúl no empezó a componer en 1989, sino mucho antes.
El devenido matancero y pescador había nacido en Bayamo, cuna de imprescindibles trovadores donde el aire aún se mezcla con pura cubanía. Y quizás el azar o esa conjunción musical de nacimiento quiso que otro bayamés ilustre, Pablo Milanés, lo invitara a cantar para presentarlo ante un repleto Teatro Nacional desde donde se marca su nacimiento ante el público habanero, pero al cual acudió Raulito arropado de hermosas canciones que combinaban una mistura de fina poesía con atrevidos giros musicales, lo que reoxigenaba el ambiente trovadoresco de finales de esa década. Los que vivimos esa efervescencia no podemos pasar por alto el complejo y fascinante panorama nacional liderado por artistas como Santiago Feliú, Carlos Varela, Donato Poveda, Frank Delgado o Gerardo Alfonso, jóvenes que también revolucionaban -hasta hoy- la nueva canción cubana.
Rápidamente el discurso intimista de Raulito fue absorbido irremediablemente, sus lúdicos guiños a una poesía profunda pero a la vez diáfana fueron una señal para quienes aún continuaban reacios a esa renovación trovadoresca. Era también curioso disfrutar de aquel matancero naturalizado que traía cientos de sueños y canciones con tanta fuerza mística, y que como aquellos que mencioné antes, se vislumbraba un fuerte vínculo afín entre la música, la poesía, las artes plásticas, el teatro, el cine y todo lo que artísticamente pudiera satisfacer su sed de canciones.
Han pasado discos y huracanes, conciertos y cataclismos, pero indudablemente Raúl sale airoso y no se repite, se renueva constantemente. Recuerdo cuando de regreso a Cuba después de varios años girando y observando el planeta, me obsequia su disco Maketa de platino (edición española), fonograma que cerraba un ciclo creativo y cognoscitivo de un artista que acariciaba en mercados foráneos su autenticidad insular, se sumergía en dualidad idiomática y rozaba estéticas sonoras bien hilvanadas. Para algunos parecía imposible que el mismo autor de Nevasca coqueteara con otros códigos, pero el cantautor tiene esa capacidad casi cromática de ir o venir hacia estilos distantes y dicotómicos, sin sucumbir al lirismo o la introspección. Sus más recientes discos, Niñito Historia (Unicornio) y Vendedor de nubes (Colibrí) nos lo presentan como un cazador de sueños y sonoridades, con firmes convicciones humanas y musicales y como uno de los imprescindibles de estos tiempos.










COMENTAR
Jose dijo:
1
4 de enero de 2020
06:14:48
Responder comentario