Solo el que ha vivido durante años con un perro y lo pierde ante la inevitable muerte sabe cuánto lo quiso, lo extraña y hasta lo llora.
Solo el que ha convivido durante años con un perro que no es suyo, sino el del vecino de al lado de la casa, o del fondo, o de arriba, sabe cuán insoportable puede ser el animal cuando a su dueño no le importa si ladra, chilla o –como en el caso revelado por un amigo– padece de ataques de histerias que se desencadenan con cada vendedor que pasa voceando «lo suyo».
Viéndole los ojos a mi amigo mientras narra su problema se comprenden los fantasmas que empiezan a corroerlo: escritor como es, trata de darle vida a sus páginas y el perro (siempre al borde de un ataque de nervios, como las mujeres de Almodóvar) ronda mansamente por el pasillo colindante a su vivienda. Hasta que comienza el desfile de vendedores –mañanas de un voceador cada 15 minutos– y para cada uno de ellos, el can guarda una colección de sufridos aullidos, llantos, sonidos guturales como los que pudiera proferir una bestia medieval torturada en el último infierno.
Así un día tras otro.
–¿Y los dueños? –le pregunto.
–Menos uno, que llega tarde, todos los demás callados.
Sufre mi amigo. Y lo peor: él, que es un hombre sensible y ha tenido no pocos perros, ha comenzado a odiarlos y a verse inmerso en tenebrosas pesadillas que lo involucran con el sufridor de cuatro patas que tanto lo atormenta. Sueña que lo envenena, lo ahoga en un pozo de cal hirviente, paga por una daga florentina que lo haga rodar por tierra, en tanto él, frente a su teclado –donde finalmente las palabras le brotan como un manantial fosforescente– sonríe perverso, levanta una copa y brinda por la tragedia.
–Tendré que ir a un siquiatra –confiesa compungido, y ni siquiera me escucha cuando le recomiendo que se lleve al perro con él.
Para colmo, el vecino del fondo, ha traído recientemente un bello pastor alemán y lo mantiene mañana, tarde y noche en su azotea ladrando con la potencia de un león de la Metro.
–¿Tampoco lo manda a callar?
–Tampoco.
Y cuenta que ahora el león y el histérico se han hecho socios, se hablan y contestan a lo lejos y la perrería se acrecienta.
–Y la tapa al pomo– anuncia.
–¿Pero hay más?
Recientemente se mudaron nuevos vecinos del otro lado de su casa. Parecen buena gente, pero mi amigo y su mujer se mantuvieron vigilantes. ¿Tendrán perros?
Al tercer día, mientras dormían, sintieron un ladrido minúsculo.
–Al menos es pequeño–trató de consolarlo ella.
–Pero crecerá– fue su respuesta.
–Y te alarma que sea un ladrido más a tu tormento–le dije.
–No, los perros ladran –me contestó–, lo que me preocupa es que tampoco estos aprendan a callarlos.
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