En un hecho sin precedentes en la historia brasileña, el Supremo Tribunal Federal condenó, el pasado 11 de septiembre, al expresidente Jair Bolsonaro a una sentencia de 27 años y tres meses de prisión, por la intentona golpista contra el actual mandatario, Luiz Inácio Lula da Silva.
Con una votación de cuatro magistrados a favor y uno en contra, se hizo firme la pena impuesta al político derechista, la cual incluye la encarcelación de varios de sus colaboradores, miembros de lo que la justicia de Brasil calificó como una «organización golpista».
Si bien la defensa dijo haber recibido con «respeto», pero también con «profunda discordancia e indignación» la decisión final, la cual tildaron de «excesiva», lo cierto es que las pruebas condenatorias hacia uno de los intentos más detalladamente organizados y perpetrados contra la democracia institucional de una nación fueron contundentes.
Los delitos imputados fueron: intento de golpe de Estado, tentativa de abolición violenta del Estado Democrático de Derecho, organización criminal armada, daño cualificado y deterioro de patrimonio público o histórico.
Como una de esas maniobras hipócritas de la derecha, tras la condena de su padre, el diputado Eduardo Bolsonaro reclamó una amnistía para los implicados, pues «queremos terminar con las persecuciones lideradas por el juez supremo Alexandre de Moraes y dar vuelta a esa página de Brasil», olvidando, a pura conveniencia, que precisamente fue su padre, siendo presidente, el que encabezó una cacería de brujas contra sus opositores políticos, superada, únicamente quizá, por la oscura Dictadura Militar.
Desde las elecciones de 2022, en las que el presidente Lula, al frente del Partido de los Trabajadores, fue elegido democráticamente para el cargo, Bolsonaro y sus aliados enfilaron, sin pruebas suficientes, acusaciones de fraude en las votaciones ante organismos electorales, promovieron desinformación y cuestionaron el sistema democrático nacional.
Esa campaña de descrédito tuvo su punto álgido cuando, justo una semana después de la investidura oficial de Lula, y al más puro estilo trumpista, simpatizantes de Bolsonaro invadieron las máximas sedes de los poderes legislativo y ejecutivo del Estado, con el objetivo de tomar el control y debilitar a la justicia electoral y al Supremo Tribunal Federal.
Esta es la primera vez en la historia del país sudamericano que un exmandatario es condenado por intento de golpe de Estado, lo cual ya marca un precedente de justicia, incluso para otras naciones de la región y del mundo, al dejar a un lado favoritismos de poderes, de cargos, de partidos y de influencias, esas que tanto han pesado en múltiples ocasiones en la política latinoamericana.
En el complejo contexto actual, marcado por las sanciones económicas crecientes del Gobierno republicano de Trump contra aquellos países que representan una «amenaza» para su sistema, entre los que se incluye Brasil, esta decisión judicial constituye, también, símbolo de fortaleza política y cohesión frente a una guerra económica brutal.
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