Decía con sobrada razón el escritor uruguayo Eduardo Galeano que, cuando Estados Unidos invade un país, lo convierte en un cementerio o en un manicomio. Tal vez le faltó especificar que, en muchos casos, también lo consolida como un territorio en el que prospera la producción y el tráfico de drogas, ocasión en que el manicomio y el cementerio se unen.
Esta observación viene al caso a propósito de la puesta en escena contra Venezuela, acusándola de contener un cartel, al que apellidan de los Soles.
Su objetivo es involucrar a una de las columnas sostén de la Revolución Bolivariana, la Fuerza Armada Nacional, cuya doctrina patriótica es creación 100 % del comandante Hugo Chávez, e intentar derrocar al gobierno legítimo de Nicolás Maduro, mediante la amenaza.
El pretexto de enfrentar al narcotráfico para invadir no es novedoso y ha sido empleado por varios gobiernos estadounidenses a fin de justificar su intromisión imperial en prácticamente todo el mundo. Paradójicamente, la realidad es otra, y en rigor en estos momentos EE. UU. es, sin duda, el mayor narcoestado del mundo. Sus invasiones, lejos de resolver el trágico asunto del narcotráfico, realmente lo han alentado.
DE CÓMO CONVERTIR UN PAÍS EN UN TERRITORIO NARCOTRAFICANTE
Ya se sabe que EE. UU. es el principal consumidor de drogas del mundo, y también el mayor proveedor de las armas que emplea el crimen organizado para desplegar ese tráfico. Con sus numerosas intervenciones no han hecho otra cosa que expandir el narcotráfico, probablemente para garantizar la colosal oferta que necesitan fronteras adentro del país.
Cómo incidir para convertir un país en un territorio narcotraficante parece ser uno de los axiomas o propósitos que están en los manuales de agresión militar del Pentágono. Ya sea porque taxativamente se lo proponen o como fruto del caos que la agresión genera y, de paso, que incluye cierta dosis de tolerancia por parte de las fuerzas conquistadoras ocupantes.
Uno de los casos más emblemáticos, en los que se observa la conjunción de todos estos supuestos, fue la guerra de agresión a Vietnam. Evidencias reveladas hablan de que se alentaba el uso de drogas entre los propios invasores, que acusaban una creciente desmoralización, hasta pingües negocios en cadenas de oficiales y estructuras logísticas de los marines y demás, para traficarla hasta las comunidades estadounidenses.
Durante esta guerra, adquirió alto perfil mediático el involucramiento de la cia en el tráfico de opio en el llamado Triángulo de Oro, cuyo nombre devela lo bien que les iba en este negocio a los espías estadounidenses. El susodicho Triángulo abarcaba parte de Laos, Tailandia y Myanmar, e involucró directamente a la tribu de los Hmong, como daño colateral en su afán de exterminar no solo a las víctimas de la agresión, sino a sus formas de organizarse y a sus culturas.
Por esos años se recuerda a Richard Nixon, quien fue el primer presidente estadounidense en comprometerse públicamente en combatir el narcotráfico, por allá por 1971; le llamó la «Guerra contra las drogas» (War on Drugs). En paralelo, sus subordinados hacían de las suyas.
Años después, la misma CIA desarrolló un programa que puede calificarse de maquiavélico –es decir, el fin justificaba los medios–, en virtud del cual vendieron armas a Irán, desde entonces sometido a sanciones. Por tanto, era una venta prohibida, y con las ganancias financiaron otro tipo de invasión, encubiertas le dicen, con los llamados «contras» en Nicaragua; en el esquema, tanto los oficiales CIA como los mercenarios nicaragüenses participaron en el trasiego de cocaína para EE. UU.
En el Medio Oriente, las evidencias de participación de agentes y miembros del ejército o instituciones como la CIA en el negocio de la droga están directamente asociadas a las guerras desarrolladas allí. Siempre se ejemplifica con lo ocurrido en Afganistán, donde tras la invasión de 2001, la producción y el comercio de opio aumentó significativamente, pasando de 185 toneladas en ese año a 9 000 en 2017.
Por su parte, en Libia, también invadido convenientemente, ha prosperado el trasiego de drogas prohibidas, entre las que están la amapola o hachís y, más recientemente, la cocaína. Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), después de la invasión de 2011 y tras la caída de Kadafi, se observó un aumento del flujo de esta última, proveniente de Sudamérica, redirigida hacia Europa, el segundo mayor demandante global de opioides.
Igualmente, el conocido Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS, EE. UU.) afirmó que Libia se ha convertido en un centro logístico internacional del crimen organizado.
TAMBIÉN SIN INTERVENCIÓN DIRECTA
No hace falta intervenir, dígase que, con toda la parafernalia bélica, para que de todas formas el cartel usa actúe, con particular peligrosidad en Nuestra América. Dos casos son representativos en el peor sentido: Colombia y México.
En el mal llamado patio trasero de EE. UU., su participación en el enfrentamiento al comercio de drogas ilícitas provocó exactamente lo contrario de los resultados prometidos; tal como ocurrió con el Plan Colombia, concebido para abatir a los carteles colombianos y a las guerrillas, y que supuso gastos multimillonarios al presupuesto estadounidense.
Implementado desde 2000, el Plan Colombia provocó lo que se conoció como el «efecto globo», en virtud del cual la producción de cocaína se reubicó territorialmente y se multiplicó, dejando otros daños como los provocados en el medio ambiente y la salud. Aprovechando las circunstancias, con el Plan el Pentágono desplegó tropas estadounidenses y se conoció que allí donde se ubicaron, prosperó sin contratiempos la producción y comercialización de cocaína.
Por cierto, la tarea la asumió obviamente el Comando Sur (Southcom), el mismo que está involucrado en la «operación antidrogas» contra Venezuela.
Con relación a México, como alguien dijo, tan lejos de Dios y tan cerca de los estadounidenses, varias instituciones yanquis también acumulan un expediente de fracasos, intervencionismo y no pocos casos de involucramiento de sus oficiales y altos mandos en el tráfico de sustancias prohibidas.
De relieve mediático fue la operación «Rápido y furioso», de la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF) de EE. UU., desarrollada entre 2009 y 2011, que, bajo ese título fílmico, auspició ventas de armamento a los carteles mexicanos.
En general, el cuento del enfrentamiento al narcotráfico es una vieja estratagema imperial para justificar su intromisión en los asuntos internos latinoamericanos. En razón de la torpeza o abiertamente injerencista de como han hecho eso, más de una vez la DEA y otras instituciones estadounidenses han sido expulsadas por gobiernos latinoamericanos con una dosis de dignidad y suficiente valentía.
En conclusión, el tema merece permanentes actualizaciones, pero puede reiterarse una consideración de economía elemental: si no hay demanda, no hay oferta.
Francamente, las autoridades estadounidenses bien deberían destinar todos sus recursos, de verdad, contra el negocio de la droga en su país, y en paralelo, implementar una política social que encare las causas de la dependencia y la enajenación de los millones de consumidores. Así no haría falta invadir a Venezuela ni a ninguna otra nación.
Recordarles a los estrategas estadounidenses, por si les sirve en su análisis de qué hacer en Venezuela, lo que dijo el líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz, en ocasión del 5to. aniversario de la fundación del alba, en 2009: «La unión entre Cuba y Venezuela es una unión de hermanos, de pueblos que se reconocen en la misma lucha».
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