Corre un tiempo en América Latina en que se riñe por unas cuantas cosas, algunas menos alucinantes que otras y a la vez hasta entendibles, bajo la óptica esquizofrénica de los aires y sentidos que se viven.
Se pelea por la posesión de una isla diminuta en el Amazonas, que apareció porque el Amazonas es así, mágico y fundador, orfebre de las maravillas, y se discute porque el Amazonas, sin él quererlo, es frontera y camino, para colmo considerado como lo peor que pueda considerarse a un artista: como un recurso.
Hay disputas por el acceso al mar, en unos por poder llegar a él, en otros por poder vivir de él y que un número de familias, que se cuentan con los dedos de dos manos, no decidan dónde, cómo y quién pesca.
Se escuchan discusiones por la propiedad de los pedazos de hielo de la Antártida y por la propiedad de los nichos de inversión y extracción de internacionales y locales.
Terrorista es cualquier cosa que se mueva raro, y legítimo apenas lo legal, y lo legal sagrado, y para cumplir con Dios hay que cumplir la ley, y si el sueño es Dios el sueño es la ley.
Se discute quién puede pasar o no, quién puede votar o no, quién puede trabajar o no, quién puede vender o no, quién puede quedarse o no, quién puede matar o no, cómo se puede hablar o no.
Irán, Rusia, Venezuela, Cuba y Nicaragua son querellas vinculantes de corbata entre aspirantes a presidentes y parlamentarios, quienes para poder ser y seguir siendo tienen que decir –palabras más, palabras menos– la contraseña.
Sin embargo, hubo un tiempo en que nada de esto era así, un tiempo parecido al más temprano que tarde.
Por entonces, los pueblos celebraban las nuevas, irregulares y constantes creaciones de los grandes ríos y los grandes ríos, como los pequeños, más que fronteras, eran nexos, no eran recursos sino vida.
En ello, los grandes y pequeños ríos se parecían al mar y a las montañas y al hielo de la Antártida y a la tierra, con todo lo que tiene arriba y abajo.
Terror no daban ni las bestias de las selvas y lo legal se subyugaba a lo legítimo, y la legitimidad era el culto, sagrado como Dios, a la dignidad plena.
Pasaba y se quedaba quien quería, votar no era más importante que participar, trabajaba el feliz, ni el alma ni el jabón ni el plato de comida ni la cura tenían precio. Se mataba a bombazos la desesperanza.
Los santiagueros en La Habana no tenían que ocultar acentos para que no hubiera mofa, ni los caraqueños tenían que simular tonos en ciudades del extremo sur para encontrar trabajo o no ser despedidos.
No se discutía cómo aislar y sí las mejores formas de acompañar y unir, sin contraseña ni nada, porque ante la muerte inevitable del «otro», se entendió que el nosotros, el complejo, problemático, a veces doloroso y salvador nosotros, resultaba más potente que los terremotos que quebraban los suelos.
El tiempo en que pasó todo eso –y más y mejor que hoy no imaginamos– es el futuro. No saldrá barata tanta luz. Y aun así…
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