Más allá de respuestas fáciles, el qué, el cómo, el cuándo, el dónde, el para qué, el porqué y el quiénes de una marcha resultan interrogantes puntuales en las que nunca sobra detenerse.
¿Qué? Un cuerpo. Un hecho. Un espacio de disputa desde su antes, su durante y su después. Una pregunta de investigación. Una exigencia. Un desafío. Una metáfora. Materia humana, que es materia simbólica amalgamada en brazos, piernas, pulmones, cerebro… Mil gritos, mil palabras, mil pasos, mil cantos, mil sueños, un nosotros. Todo entre paréntesis, sumado a lo interno y elevado al cuadrado.
¿Cómo? Con carteles y banderas. Con pintura en el rostro. Con anuncios por aquí y por allá. Con la voz cálida y juguetona que dice «vamos». Con la palabra sencilla, pero clara, pero sincera, pero humilde, pero buena. Con los ojos. Con el tarareo cómplice que disfraza de jerigonza los versos más tremendos que a veces no se sabe bien cómo entonar, y que a veces encajan más de forcejeo emocional que de palabra articulada. Con nosotros.
¿Cuándo? Cuando más se precise. Cuando más te enamore. Cuando más preguntas por hora te revuelquen la psiquis. Cuando más te arañe la soledad al cuello. Cuando más extrañes. Cuando más te jodan. Cuando más respuestas tengas y cuando menos. Cuando te emocione el himno y el abrazo y el recuerdo contradictorio de los siglos que te heredaron. Cuando duden de tu existencia histórica y política, de tu derecho a la rabia y al afecto. Cuando más cómoda esté la silla y cuando más te pinche las nalgas.
¿Dónde? Partiendo de la calle escueta rumbo hacia la ancha. Donde no soporten estar quienes, irreconciliablemente, no son los tuyos. Donde la inquina barata y ciega entre los compañeros se desvanezca más rápido en función de aquello que les haga recordar por qué meandros de la fe son compañeros. Donde quieres que se plante la bandera. Donde quieras que se marquen tus pasos. Donde más se multiplique el eco. Donde el nosotros.
¿Por qué? Porque hace falta la luz. Porque tiene que ser ley amanecer con miles. Porque en cada buró y oficina se tiene que saber que la calle es sagrada. Porque la calle tiene que acabar de convertirse, de una vez y por todas, en la extensión y destino definitivos del trabajo, del aula, del estudio independiente, del colectivo, de lo seguro, de lo bello y de la vida.
¿Para qué? Para no hacer quedar mal a los poetas. Para seguirle la estela a la novia y al novio. Para poner al hombro la infancia. Para posicionar la primera y la segunda mejilla, el primer y el segundo brazo y la vergüenza. Para seguir conspirando. Para reconocer los rostros concretos y presentes del hoy y tener contra qué tirar los del ayer y el mañana. Para saber cuál es la muestra en nuestro universo. Para que sepan…
¿Quiénes? Aquellos y aquellas del «con tantos palos que te dio la vida» y quienes «hacen los mundos y los sueños, las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan, y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos que sus padres y más delincuentes que sus hijos y más devorados por amores calcinantes».
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