MAIQUETÍA, Venezuela.–Cerca del mediodía, casi tres horas después de despegar en La Habana, el IL-96 emerge entre las nubes blanquísimas estacionadas con su intenso color de paz, sobre la puerta de un país al que la codicia imperial ha querido estropeársela.
Irresistibles se vuelven los contrastes de Maiquetía, cuando el avión se aproxima. La pared de montañas del litoral, con su cabellera de nubes sobre la cresta; las viviendas que disputan espacio en las faldas del lomerío; el principal aeropuerto venezolano, con sus más de 880 hectáreas entre pistas, hangares y terminales; la cubierta polícroma de una ciudad nacida 350 años atrás, y habitada por casi 40 000 personas.
Desde la ventanilla de la aeronave, todavía sobre el Mar Caribe, el viajero paladea con la vista. La belleza y ubicación del paisaje le recuerdan uno de los más hermosos poemas de Regino Eladio Boti Barreiro: Entre el mar y la montaña.
Arriba, como en busca del cielo, los cerros de La Guaira. Algunos rebasan los 1 500 metros sobre el nivel del mar, aunque enanos parecerían al lado de sus vecinos homólogos de Caracas, o de las cordilleras andinas venezolanas, que sobrepasan los 4 000 metros, y son las de mayor altura del país.
La nave, aún en descenso, busca el aeródromo. Abajo están Maiquetía, La Guaira, la puerta centronorte de la Venezuela bolivariana, a la que un criminal complot imperialista-neoliberal le niega las operaciones bancarias, le usurpó una parte de sus activos, y de manera ilegal le mantiene incautados miles de millones de dólares; la que, sin embargo, no ha cerrado ni una de sus escuelas.
Abajo espera el país de la alta inflación inducida desde el exterior, al que le han saboteado el comercio, las industrias, las producciones; al que quieren robarle el petróleo y los minerales; el mismo que, pese a todo, mantiene sus instituciones de Salud en servicio, sin detener ni uno solo programa social de los muchos ideados para su pueblo.
Con obras emanadas de su proyecto, el Gobierno constitucional, liderado por Nicolás Maduro –al que tildan diabólicamente de dictadura, al que falsa y cínicamente acusan de violar los derechos humanos–, desmonta una por una las falsedades.
No cesa, por ejemplo, la construcción y entrega de nuevas viviendas, entre disímiles hechos concretos en favor de su pueblo, y en defensa de la soberanía de una nación a la que, en miserable actitud entreguista, unos farsantes con antifaz de patriotas intentan vender.
Por motivos «humanitarios» le impiden acceder a medicinas, alimentos, insumos y otros recursos vitales. De la mano gringa, y con mendaz servilismo de cierto vecino, una facción elitista le ha instrumentado «democráticas huelgas» de guarimberos, le genera violencia, tensiones y muertes en la frontera.
Intentos de magnicidio, secuestros, asesinatos, sanciones de todo tipo; contra la Venezuela, ya libre, ya soberana, ya dueña de su destino, todas las opciones siguen sobre la mesa. Pero la revolución que reinició el comandante Hugo Chávez sigue de pie.
Cada nuevo certificado de defunción se enmohece en la mano que lo promueve, la misma que ambiciona, pero no logra apoderarse de las cuantiosas riquezas venezolanas. Poderosísimos intereses se alinean contra ella, y el mundo, testigo de tan brutal embestida, se pregunta cómo, qué fórmula, qué fuerza la mantiene invencible.
En busca de respuestas a tales y otras interrogantes un viajero llegó a este país. Anda por la ruta de Venezuela, la nación que dos siglos atrás rompió el yugo colonial en las sabanas de Carabobo, e inspirada en idénticos ideales bolivarianos, hoy se empina de cara al futuro.















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