
«En el mundo –escribió José Martí– ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. (…). En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados».
Mucha suerte tiene Cuba de atesorar en su historia hombres honorables, como esos que caben en la citada referencia. Entre ellos, uno se ha ennoviado desde tiempos inmemoriales y para siempre con esa presumida que cumple hoy 500 años. Cierto es que llegó al mundo un cálido septiembre, en 1942, pero también lo es que todas las veces que ha visitado los rincones patrios, ha sentido su pecho vibrar como si el primer adoquín hubiera sido colocado por sus propias manos. «Es que vengo caminando hace mucho tiempo, hace muchas décadas, hace muchos siglos…», acaba de decir en la apertura oficial al público del Castillo de Atarés, construido en 1767, como parte del segundo sistema defensivo colonial habanero.
Dichoso ha sido el doctor Eusebio Leal Spengler –Eusebio Leal o simplemente Eusebio– con la vida de azarosa pasión que ha elegido para sí. Los tantísimos premios, reconocimientos de todas partes del mundo, placas, diplomas, medallas, de todos los tamaños y colores, una Feria literaria dedicada a su persona, y la convocatoria permanente para honrarlo desde tantísimos escenarios del orbe no le valen, incluso cuando mucho lo agradece, lo que el cariño campechano de todo un pueblo, que se estremece ante su palabra y su obra, puesto a prueba cada vez que su nombre se escribe o se articula.
No es preciso esforzarse mucho buscando modos de decir lo que significa para cada cubano –y para La Habana– Eusebio. Un pronto ejercicio, que empieza cerrando los ojos y pensándolo un segundo, nos pintará al niño que prefería hablar que escribir, el que, encaramado en un cajón, hacía discursos sobre lo que aprendía en la escuela en primer o segundo grado; al hombre de gris, jovial y sabio, desde su más encumbrada sencillez, andando esa Habana nuestra, como si en cada paso le ofreciera una caricia.
Pensar a Eusebio es creer posible la ubicuidad humana. En las comparecencias oficiales, de todo lo que tiene que ver con la ciudad, y también en la inspección mimosa y a un tiempo severa, de cada detalle que la embellezca o lastime; en la lectura inagotable de los más recónditos documentos, en proyectos que parecen impensables, en los espacios diversos de la vida cultural del país, en las elevadas tribunas…, entre la gente común, que es su gente.
Nacido para hacer brillar el verbo, reconoce entre los más aterradores desafíos hablar en público, precisamente él, cuyo discurso sonrojaría al más brillante de los oradores, nuestro elegido para los grandes momentos en los que debe la voz alcanzar la talla de aquellos a quienes se rinde tributo.
No es Eusebio dado a los elogios, sin embargo, de algunos epítetos no podrá ya sustraerse, ni siquiera usando los que considera perfectos argumentos: «La Habana no puede tener novios viejos. Tiene que tener siempre novios jóvenes. Yo soy uno más de una multitud que le ha cantado, que le ha tributado a una ciudad verdaderamente maravillosa y única. He conocido muchas ciudades y las elogio a todas, todas son maravillosas; pero es que La Habana es muchas ciudades en una; son muchas cosas en una sola, son sus barrios… Es una ciudad imaginativa, creadora…, su gente también».
De orgullo se estruja el pecho cuando escuchamos a Eusebio. Se despierta la porfía, se acrecienta el valor, se es mejor y más cubano, cuando adoptando ademanes de enamorado irremediable pone en sus labios los nombres de Cuba y de La Habana.
Es Eusebio una de las mejores expresiones de la Revolución Cubana, «un buen hijo de Fidel», militante comunista, protagonista de momentos gloriosos, cabal como su nombre, intérprete de cada una de las piedras capitalinas, confesor solícito y maestro rejuvenecedor de una Habana que, en sus delirios amatorios, absolutamente, le corresponde.
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