Cuando sumas años, triples y cuadrangulares siguiendo, en las buenas y en las malas, a un equipo, sea cuál sea el deporte, batallador de verdad, convertido hacia adentro en toda una familia, sin perjuicios ni prejuicios generacionales y además modesto...
Cuando esa, tu selección preferida, ha marcado historia dentro del territorio donde vives o donde viviste, y la sigue marcando fuera de él, aunque dentro de los límites de la nación, e incluso ha representado al país con tremenda dignidad, más allá de sus fronteras…
Cuando ese equipo cala hondo, afición adentro, no solo en su terruño sino también entre admiradores que tienen, siguen y adoran a sus respectivos conjuntos…
Cuando suceden esas y muchas cosas reales, buenas, estimulantes, tu equipo nunca pierde, siempre gana, siempre termina airoso, vencedor. Y el revés no es tal.
Se aprende que la confianza no siempre es buena consejera, que el rigor en el entrenamiento no es capricho, que un error puede doler más que una fractura y educar más que una conferencia magistral; que a familiares, amigos y aficionados se les entrega siempre lo mejor.
Y se gana, de manera absoluta, en la convicción de que también otros tienen derecho a ganar, que los estadios e instalaciones deportivas jamás cierran sus brazos, que la vida no se detiene y mucho menos ese deporte que te da vida.
Ganas en experiencia y, sobre todo, ganas en la seguridad de que el mundo no termina hoy, y que mañana mismo puedes convertir el revés en victoria.
Por ahí debe andar el punto de vista leñador, luego de ser desplazado de la cima del beisbol cubano por unos Tigres que rugieron en grande.
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