La historia de las artes plásticas tiene una amplia estela de creadores incomprendidos y desafortunados. Por ejemplo, Caravaggio y Diego Velázquez –precursores del barroco italiano y español, respectivamente– permanecieron olvidados durante siglos; y bastaría recordar que Vincent Van Gogh, artífice de girasoles y noches estrelladas, consiguió vender un solo cuadro en toda su vida.
Es Ramón Gaya Pomés (1910-2005), pintor y escritor proveniente de España, un artista igualmente singular. En su caso, no quiso ser novedoso en sus pinceladas, pero tampoco seguir los cánones tradicionales: «Todo es buscar algo que no se haya hecho todavía», afirmó a un periodista, en 1995; y en esa búsqueda refirió que aún no se había expresado lo suficiente, a pesar de su vasto legado pictórico.
Cabría preguntarse qué cánones artísticos rigieron a este hombre «fuera de su tiempo». En su archivo fotográfico se muestra como un ser solitario, que disfrutaba pintar a la vera de la naturaleza, en la más absoluta paz. Esas instantáneas también dan fe de su obra: marcada por los exilios y ajena a proclamas y manifiestos.
Gracias a una beca concedida por el Ayuntamiento de Murcia (su ciudad natal) viajó a París, con 17 años, aunque pintaba desde su niñez. Allí vio de cerca los movimientos vanguardistas de la época (cubismo y realismo), pero pasadas las primeras impresiones, le resultaron expresiones decepcionantes.
Aquella contemplación en directo, y no marcada por las reproducciones de pinturas –que tanto habrían de signar su vida futura–, produjo vuelcos decisivos en su estilo. De regreso a España, se involucra en una de las labores más luminosas y solidarias en la historia de esa nación, las Misiones Pedagógicas: un proyecto que trató de llevar a los pueblos empobrecidos los tesoros del patrimonio nacional.
A él y a otros dos pintores les encargaron copias de 14 cuadros clásicos del madrileño Museo del Prado, que luego constituirían un museo circulante. Los lienzos, bien resguardados, se transportaban en un camión hasta las localidades, y mientras duraban las exposiciones, se ofrecían charlas sobre los autores de las obras.
En tan noble empeño, frustrado con el estallido de la Guerra Civil Española, Gaya conoció de cerca su país, sus costumbres y a sus gentes, e incluso a la que sería su primera esposa.
Producto del conflicto bélico –ya viudo y lejos de su única hija– se exilió en México. Fueron años de soledad e intenso trabajo, sin poder ver las obras de los grandes maestros. Llegó a decir que su verdadero exilio fue estar alejado de la pintura, y así es como ideó los que quizá sean los homenajes más singulares en la historia de la plástica.
«Al vivir rodeado de reproducciones, siempre tenía una u otra sobre una mesa, entonces colocaba en torno unos objetos y creaba una atmósfera en torno a esa reproducción; era mi manera de comunicarme con la pintura de siempre (…)», confesó en entrevista con la escritora Elena Aub, en 1981.
Esos homenajes a los grandes (Tiziano, Rembrandt, Velázquez, Rubens...) constituían su propia forma de mirar al pasado, de sentirse más cercano a su patria, «una prótesis de la memoria» que no se limitaba a una interpretación personal de la pieza replicada.
Tras 21 años de exilio regresó a España, en 1960, habiendo viajado a destinos tan diferentes como París, Florencia, Roma y Venecia. No le faltó en su país de origen un coro de detractores, que no soportaron ese modo suyo, «intenso y libre», de vincularse al pasado de las artes desde vías heterodoxas. Sin embargo, su obra pasó a ser reivindicada por nuevas generaciones, que valoraron la fidelidad estética de Gaya.
En 1990, se inauguró en Murcia un museo dedicado a él, y siete años después se le concedió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Su vastísima producción literaria, según los críticos, incluye páginas deslumbrantes y hermosas que testimonian los 95 años de vida del pintor, que falleció un día como hoy 20 años atrás.
Aquel hombre, que frecuentaba la compañía de poetas a la altura de Luis Cernuda, María Zambrano y Juan Ramón Jiménez, supo traducir en colores lo que ellos –y él mismo, aunque de forma más esporádica– expresaban en palabras.
Fue un prolífico ensayista, pero no un escritor de versos sensuales, enumerativos y tampoco impresionistas; sin embargo, pocos comprendieron como él que pintar y escribir eran actos de un mismo amor. Así literalmente era su arte: poesía hecha pintura.
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