En medio de un contexto fecundo para la aparición, casi simultánea, de verdaderos parteaguas del cine de terror y fantástico (en 1999, M. Night Shyamalan presenta El sexto sentido, y en 2001, Alejandro Amenábar entrega Los otros), el realizador español Jaume Balagueró estrenó, hace 26 años, su filme Los sin nombre.
En esa versión cinematográfica de la novela La secta sin nombre, escrita por Ramsey Campbell, el director de Darkness, Frágiles, la saga Rec y Mientras duermes compuso un diestro, intenso y bellamente fotografiado drama sicológico de trasfondo terrorífico.
La película, debut en el largometraje del cineasta catalán, brindó un estímulo impulsor al nada desdeñable volumen de cine de género, hecho en España, advenido a lo largo del siglo xxi: segmento que tuvo una adelantada notable con Tesis (Alejandro Amenábar, 1996).
Ese nombre esencial del cine de terror ibérico que es Balagueró funge ahora de productor ejecutivo de la miniserie Los sin nombre (Movistar Plus+, 2025), también basada en el libro de Campbell.
Sin alcanzar la estatura del referido filme del realizador catalán, el material televisivo de seis episodios prosigue mostrando algunas señales de la buena forma de la pequeña pantalla española,c cuando se adentra en las comarcas del suspenso, el crimen y los sustos.
Pese a haber varios cambios entre una y otra, las premisas argumentales básicas de la película y de la serie son parecidas, en tanto abrevan en similar raíz literaria: Claudia (Mire Ibarguren) pierde a su hija, Ángela, en circunstancias confusas que hablan de su rapto, y posterior muerte, por integrantes de una misteriosa secta dedicada a robar y experimentar con niños «especiales».
La pequeña poseía el inigualable don de otorgar la resurrección, pues devolvió a la vida a una joven accidentada y a un ave.
Claudia sobrelleva la angustia por la pérdida de la hija, a través de un proceso de duelo que, en su fase final, le permite reconectarse con la vida y proseguir el curso de sus días. Sin embargo, siete años después del suceso –cuando comenzaba a capear su lamento y está a punto de tener una nueva criatura–, recibe una llamada que la paraliza primero, y la electriza luego.
Lo que oye por teléfono son las siguientes palabras: «Mamá, soy yo, Ángela. ¡Por favor, ven a buscarme!» ¿Está viva su hija?
La zona más afortunada de la serie, creada por Pau Freixas y Pol Cortecans, transcurre durante la etapa de exposición del conflicto. En esa área existe un solvente manejo de la tensión y de los climas y miniclimas (provisto de fluidez y soltura; no forzado ni sobrecargado), además de sentarse los pilares del personaje central de Claudia, con todos los ingredientes que aconsejan los manuales de guion, al perfilarse crisis existenciales de este tipo.
Contrario a lo presentido por el comentarista, la actriz vasca Mire Ibarguren, más conocida por su incursión en la comedia (Aida, Anclados…) no desentona en un papel dramático que le exige vehemencia, visceralidad y energía, pues se concibe desde la desesperación y el ansia de un ser humano por recuperar a su hija.
La circunstancia negativa se registra a partir de la zona media y final, cuando está en marcha y posible despeje la investigación emprendida por Claudia, el antiguo inspector policial Salazar (un personaje lleno de estereotipos que no puede aupar ni alguien con el talento del argentino Rodrigo de la Serna) y Laura, la joven accidentada a la cual Ángela salvó, quien narra el hecho en un libro.
Freixas y Cortecans se dejan ganar ahora por el efectismo, los subrayados agobiantes de la banda sonora y una incomprensible urgencia por recargar el relato a ultranza, mediante estridencias, mucho toque paranormal y un exasperante uso de ciertos símbolos. Con ello, pierde coherencia, tacto y foco una serie que, por otro lado, descuella en ángulos como la dirección de arte y la fotografía.
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