
Cierro el libro La otra, la misma de Dios, de la poeta ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas, y me pregunto cómo es posible que duerma un sueño tan largo, que al parecer nadie interrumpe, un título que es todo encuentro.
Después de una de las tantas acciones literarias que tienen lugar en la capitalina librería Fayad Jamís, repaso sus estantes y hallo allí, por montones, el volumen, con sello editorial de Arte y Literatura, con un elocuente diseño de portada de Lisvette Monnar Bolaños, y unos poemas de espléndido erotismo.
Fabulosa es la extroversión que, enemistada de toda gazmoñería, dejan ver estos versos en los que se hace real el reconocimiento de un yo –da igual si femenino o masculino– que no puede sustraerse a ciertas experiencias.
Acompañado por varios textos preliminares, que abordan la obra lírica de Quevedo Rojas, el poemario es una celebración a la fiesta del cuerpo y una provocación, no ya al disfrute, que con toda elegancia lo es, sino, además, a ese otro fuego que entibia la complacencia.
Sin antifaces ni simulacros, la poeta engrosa la ya hace mucho copiosa lista de voces líricas femeninas de la región, para entregarnos una escritura que, al decir de Soledad Álvarez, en una de las notas preliminares, es «expresión del alma y aventura de la forma, indagación y cuestionamiento de la realidad y de los modos de hacer-vivir».
No hablamos de nada trascendente. No hace falta. / (…) Me tienes como quieres. Soy una capa centelleante de la noche. Roces tiernos trocados en violentos choques de piernas. Soy mi cuerpo dentro de vos (…), se lee en ese parlamento figurativo que es Nada más que trasnochar; y más adelante, en una casi definición de sí misma, dice: (…) lo que se promete y tarde se cumple: / la nieve quemando tu rostro. / Lo que me debes por tanto amor entregado / a pesar del cinismo y las mentiras. / Comerás de mi mano y no es resentimiento. / Lo que se deja pasar por orgullo: / heridas abiertas de miel y hiel. (…). Lo que una mujer hunde entre su almohada / y las fibras de lo que escribe. / Lo que ella, seguramente, es.
Por momentos, se puebla el libro de voces literarias de todos los tiempos, y ganan fuerza desde la confluencia personal entre el texto y los saberes del lector. El rechazo o la indiferencia, como rostros del desamor al que aquí también se le canta, nos podrían recordar, por ejemplo, aquella memorable sentencia que Carson McCullers ofrece en su novela La balada del café triste: «El amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no significa que sea una experiencia similar para las dos partes. (…). Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante».
A esas tensas verdades remiten versos como estos: Hubo un tiempo en que por amor o por deseo / me hice ninfa, anfibia, pájara, lagarta, nereida y sacerdotisa. / Me digo: tu amor pasará. / Te digo: amé y ese es el sello de mi absolución. (Me obligas a declarar que te amé).
Y así, poseídos por los sobresaltos, juegan a engramparnos estos textos húmedos y seductores, tan parecidos a lo que, siéndonos naturalmente intrínsecos, alguna vez hemos vivido.
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