Aunque los proyectos artísticos que sirven a la gente diversa de nuestro país siempre serán de utilidad, por distraer y sembrar valores estéticos en la población, que aparezcan bastante en la 15 Bienal de la Habana es un mérito indiscutible de esta habitual festividad de las artes visuales.
Una relación de tipo espectacular o lúdica entre sectores sociales y propuestas de hacedores cubanos y de otras nacionalidades ha roto «diques» elitistas, para que el público conviva con el proceso de ejecución de una obra y aprecie resultados en estéticas numerosas, además de divertirse con ocurrencias extra-artísticas legitimadas mediante la especulación conceptual o poética de sus autores y curadores.
Esa proyección de nuestra Bienal hacia ámbitos comunitarios y espacios abiertos estuvo siempre en su naturaleza cultural. De ahí que talleres que convierten a espectadores en participantes, pinturas sobre muros y lo escultórico expandido en avenidas, junto a los performances distantes de museos y galerías, figuren desde sus primeras puestas del 84 y 86. Tampoco en esta difícil circunstancia económica han faltado las fusiones del arte visual con otras manifestaciones artísticas, e igual con el diseño y ciertos rituales simbólicos.
Si hace varias décadas quisimos introducir el trabajo artístico de calidad en los elementos de atrezo, del vestuario y las carrozas de carnavales habaneros –lo que no pudo consumarse–, la Bienal sí ha conseguido un torrente de sucesos creativos de interés popular, en la que el entretenimiento funciona, a la vez, como medio terapéutico de tendencia culta. Vale la pena que esa identificación entre sociedad e imaginarios siga siendo distintiva en ella, tal como ocurre en la Feria Internacional de Artesanía (Fiart); para que este sea uno de los caminos de asumir la aspiración martiana de que el gran arte se sustente en una «hermosa vida nacional».

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