ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
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Repartido entre la gente, patrimonio nuestro, Fidel es. Foto: Ricardo López Hevia

Fue una vez aquel quien, luego de un día entero y parte de la noche recogiendo fondos para el Movimiento, llegó a su pequeño apartamento y se encontró con que le habían cortado la luz eléctrica y el pequeño hijo estaba enfermo.

No tenía dinero alguno, al menos no suyo; y pidió prestado a un compañero cinco pesos, para las medicinas y el alimento. En el bolsillo llevaba los cien recaudados esa jornada.

Fue también aquel que no se rindió, tras un mediodía desolador, cuando le negaron un café, le retiraron el carro, un niño vendedor de periódicos le impidió leer los cintillos, a la orden de «circula, circula»; y la vista del Palacio Presidencial se le reveló como símbolo de la fuerza del poder que pensaban derrotar. Después de caminar a pie desde Prado hasta el Vedado, y dormir un rato –contaría años después– la amargura desapareció, y volvió la lucha.

Fue, además, aquel que luego del enfrentamiento con las fuerzas enemigas en la Posta 3 del Cuartel Moncada, mientras se retiraba junto a varios asaltantes más, apelotonados en un auto, hizo que detuvieran la marcha, porque había visto a uno de los suyos que caminaba por la Avenida Garzón.

Sin pensarlo, y sin darles tiempo a los demás a opinar, bajó del carro y le cedió su puesto. Así quedó, en medio de la calle, solo, cuando apenas unos segundos de más o de menos entrañaban la diferencia entre la vida y la muerte. Y fueron minutos los que transcurrieron antes de que Reinaldo Santana, al volante de otro auto, reconociera por la espalda al Jefe: «¡Ese es Fidel!», y lo recogiera.

Fue él también quien, ante la desgarradura por la pérdida de sus amigos, de sus hermanos, de todos aquellos jóvenes valiosos, martianos, llenos de una fe limpia en la Isla posible, les repitió a quienes persistían que solo había una consigna cierta en la sobrevida: resistir, resistir, resistir.

Y así lo hicieron, porque el camino de la libertad pasaba por el riesgo del martirologio: ni volver atrás ni hacerse al lado, había demasiada sangre que honrar.

Si Abel Santamaría, horas antes de que lo asesinaran –y era para él casi una certeza que así sería–, tenía solo una obsesión: que quienes estaban con Fidel se dieran cuenta de que debía vivir; si le dijo a su hermana que, aunque la acción hubiese fracasado, con un 26 de Julio Fidel podría seguir y triunfar; el futuro Comandante en Jefe dedicó su vida, su tiempo, a hacer que la Revolución viviera. Y no fue un sacrificio menor.

Pararse en una esquina, ese fue el sueño que le confesó a Gabriel García Márquez un día. En una esquina, como un hombre común. Pero no lo era. Era el Jefe. Lo fue y lo sigue siendo. Porque, así como asumió la precariedad y los rigores de la causa, como puso en riesgo su vida por la de otros, como le dijo a Sarría: «Yo no me tiro. Si quieren matarme, mátenme de pie», y como supo insuflar a los demás la fe en la victoria dentro de la más verificable adversidad, tuvo la claridad de ver en cada uno cuánto de sí podía dar, y cuántos caminos había que transitar antes de declarar lo imposible.

Ardiente profeta de la aurora, lo llamó el Che, en el lenguaje de la poesía, uno que no admite imposturas. Era capaz de transmitir sus entusiasmos y lo hacía convenciendo, porque no le faltaban argumentos. Su múltiple legado, en tantos frentes, es también el de ese liderazgo que confía en la gente, y el de cada cual confiando en sí mismo y en Cuba; y que lejos de ser imitado, necesita ser continuado, enriquecido.

Repartido entre la gente, patrimonio nuestro, Fidel es. No extraterreno, sino profundamente humano; tanto el gran estadista, el guerrillero, como el muchacho que una generación de seres éticos, humildes, brillantes, visualizó como líder; y que asumió, incluso, la ingratitud probable de los hombres.

Tenemos a Fidel, y honrarlo implica no renunciar a conducir los destinos de lo patrio ni traicionar la unidad que forjó con la conciencia de que sin ella no habría dignidad. Podríamos decirle con versos de Guevara: Cuando suene el primer disparo y se despierte / en virginal asombro, la manigua entera, / allí, a tu lado, serenos combatientes, / nos tendrás.

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