ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Caricatura de Enrique Serpa, por Armando Maribona.

No son pocos los que, al escuchar el nombre de Enrique Serpa (15 de julio de 1900-2 de diciembre de 1968), piensan, ante todo, en una de las denominaciones que para siempre lo acompañan: el amigo de Rubén Martínez Villena. Y sí que lo fue, y nadie lo pondría en duda.

Desde niño trabajó remendando zapatos y, como mensajero de una tintorería, repartía por la barriada ropa limpia y planchada. Fue en la Escuela Pública número 37, del Cerro, donde conoció al autor de La pupila insomne, y desde entonces fraguaron vínculos que se harían indestructibles.

Es Villena quien lo regresa a La Habana, para que se desempeñe como auxiliar en el bufete de Don Fernando Ortiz, pues su amigo, debido a la precaria situación económica de la familia, trabajaba en Matanzas, en un central azucarero.

Unido a la Falange de Acción Cubana y al Grupo Minorista, si Serpa no estuvo en la Protesta de los Trece, encabezada por Villena, fue por corresponderle trabajar ese día en el periódico El Mundo, en el que ocupó altas responsabilidades.

Serpa amaba las letras, y su formación autodidacta, ejercida sobre un probado talento, lo convirtieron en un periodista y le permitieron abrirse paso ante una vocación literaria que empezaría por la poesía –con el poemario La miel de las horas, ganaría el primer premio de un concurso convocado por el Diario de la Marina–; pero lo suyo, en lo adelante sería, junto al periodismo, la prosa, y con su narrativa saldría ganando la literatura cubana.

Escribió los libros de cuentos Felisa y yo y Noche de fiesta. En su novelística cuentan Contrabando y La trampa. Contrabando fue avalada muy acertadamente por la crítica y está considerada un clásico de nuestras letras. En el prólogo de Historias del juez, viejas radiografías pueblerinas –un volumen hasta 2010 inédito, que vio la luz por Letras Cubanas y al que, en breve, nos referiremos– la destacada ensayista Cira Romero recuerda, desde una anécdota contada por Loló de la Torriente, que al leer Hemingway Contrabando, citó a Serpa al Floridita y en una charla que sostuvieron, le espetó: «Es usted el mejor novelista de América Latina y debe dejarlo todo para escribir novelas».

Historias del juez… contempla 19 cuentos, algunos publicados en revistas, pero nunca, antes de la fecha referida, como el libro que es.

Su escritura, casi siempre emprendida desde la voz omnisciente de un juez, que es a la vez personaje, tiene aguzado ese poder movilizador de la literatura, de modo que, al abordarlo, puede el lector sentir que visita esos ambientes pueblerinos semirrurales en tiempos seudorrepublicanos y, junto a sus personajes, participar de sus conversaciones, dar fe del entorno y reír a carcajadas. 

Al decir de Romero, tienen estas páginas, «un costado literario de Serpa hasta entonces no explotado por él: el empleo del humor y de cierto grado de sarcasmo (…), aristas manejadas sin estridencias y asumidas con una cálida y agridulce sensación de dignidad y lucidez ante el sufrimiento ajeno».  

Se pasa bien leyendo estas historias que cierran con Idilio trunco, un cuento en el que la presumida Tulula, de familia acomodada y a punto de quedarse para vestir santos, termina de novia con un guagüero del populacho que logra sacarla de sus casillas: «Cuando te sientas y abres las piernas –concretó– se te ve hasta el alma». Tulula tuvo en la punta de la lengua una respuesta: «No seas exagerado. Tengo tapa y retapa porque uso panty».  

Nacido hace 125 años, pensemos a Serpa como el amigo inseparable de Villena, pero también como el creador que nos enorgullece al integrar, con todos los honores, el catálogo de la mejor literatura de la Isla.

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