¿Qué es la nada? ¿La inexistencia, el vacío, la carencia? ¿Puede uno imaginarla realmente?, ¿no hay para lograrlo que pensar antes en «algo»? Los filósofos tienen allí terreno fértil, e interpretaciones varias; pero no hay quien, en la intimidad de su vida, no haya sentido alguna vez su peso: la soledad, la falta de rumbo, el silencio.
Para esos momentos pocos remedios funcionan como el arte y, en especial, la literatura. Los libros, los buenos, son capaces de llenar almas despobladas con el consuelo de la belleza.
La novela Nada, de Carmen Laforet (Barcelona, 1921-Majadahonda, 2004) es de esos textos tremendos que, al tiempo de despertar la necesidad imperiosa de leer hasta la página final, sugieren una lectura suave, que se detenga a paladear los significados ocultos y también la belleza pasmosa del lenguaje.
Con esta historia su autora ganó la primera convocatoria del prestigioso premio español Nadal para obras inéditas, y cautivó de inmediato a la crítica y al público lector. Desde entonces no ha dejado de imprimirse, y se ha llegado a comparar –quizá por lo subyugante, por la atmósfera opresiva y hermosa– con ese monumento de las letras clásicas que es Cumbres Borrascosas.
En la nota de contraportada de la edición cubana de 1989 (Arte y Literatura), se dice de Nada que es un «caso único en la categoría de lo excepcional»; y que violencia y ternura, amor y odio, genialidad y torpeza, sordidez y generosidad, «componen las vibrantes personalidades» de un relato conmovedor.
Andrea, una joven de 18 años, es la protagonista de la novela. Llega a Barcelona, a casa de los parientes de su madre, para estudiar Letras en la universidad. Es la época de la posguerra, y su familia está traumatizada por lo vivido –aquello que revelan y lo que no– y enredada en una espiral de rivalidades, incomprensiones y pobreza de la que parece incapaz de salir.
La casa, oscura, desaseada, llena de cosas inservibles, es un personaje más. El mundo de afuera aparenta ser más luminoso, pero a veces hasta la gente en apariencia muy afortunada tiene en sí algo de oscuridad.
Laforet es dueña de una prosa robusta. Logra que junto a Andrea sintamos el hambre, la desubicación, la nada: «El aire de fuera resultaba ardoroso. Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aun, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa (…) Parecía ahogarme tanta luz, tanta sed abrazadora de asfalto y piedras. Estaba caminando como si recorriera el propio camino de mi vida, desierto».
Casi cinematográfico, transido también de suspenso, en el libro no hay personaje intrascendente. Al crecimiento de Andrea asistimos, a sus aprendizajes. Y, después, queda todo lo que suele esconderse tras la nada.
COMENTAR
Responder comentario