Este año se conmemora el aniversario 20 de El Caracazo (Román Chalbaud, 2005), ineludible documento fílmico sobre los hechos que sacudieron a Venezuela el 27 de febrero de 1989, los cuales pasaron a la historia bajo esa denominación.
Como recuerda Eva Golinger en su libro El Código Chávez, un año antes de estos acontecimientos, Carlos Andrés Pérez había sido elegido sobre la base de una plataforma que prometía al país la recuperación económica y medidas de corte nacionalista.
Sin embargo, poco después de asumir la presidencia, en 1989, Pérez dio marcha atrás a las promesas de su campaña, e instituyó un paquete económico neoliberal destinado a incrementar los precios de la gasolina en un 100 % durante el primer semestre de ese año, lo que afectaba, además, a otros eslabones sociales y económicos de la nación.
De manera abrupta, los precios del transporte aumentaron y los ciudadanos, encolerizados, reaccionaron airadamente. El resultado fue «el Caracazo», grave incidente de violencia en la historia venezolana contemporánea, con un saldo de miles de muertos.
Si bien Chalbaud opta por ficcionar –de una manera un tanto discutible, por la desacertada indefinición de una apertura que vacila entre el falso documental y el sermón– una genéricamente nada pura cinta, está trabajando con las herramientas de un documental que grafica y recoge el paso a paso de aquel escenario social, hasta el desencadenamiento del estallido popular.
La respuesta de las fuerzas armadas fue tan violenta, que hasta hoy nadie sabe a ciencia cierta el número exacto de muertos, porque el Gobierno mandó enterrarlos en fosas comunes, no los registró en las morgues, en fin... una fría operación de asesinato colectivo.
Hay una escena muy elocuente de la película, en la cual un sargento ordena a su tropa: «Disparen y luego pregunten». Así fue.
El Caracazo representó, según Chalbaud, «la semilla del proceso revolucionario de hoy». Algo similar pensaba Hugo Chávez, quien le pidió hacer la película homónima a este veteranísimo realizador (de los más importantes de la pantalla nacional, con 20 películas a su haber, desde su ópera prima, Caín adolescente, de 1959).
El desaparecido presidente venezolano le compartió a Chalbaud (también fallecido, en 2023) espeluznantes pasajes luctuosos acontecidos durante aquella jornada, que Chávez pudo apreciar desde su posición militar. Aunque no se nombre, a ningún espectador avezado se le escapará que ese oficial que abjura del papel desempeñado por el Ejército entonces, con cuyo rostro cierra el largometraje, se erige en el alter ego fílmico del líder bolivariano.
Chalbaud y el guionista Rodolfo Santana investigaron a fondo la nefasta página de la historia patria para este filme. A encomiarles que, pese a tratarse de un trabajo por encargo, no se convirtió en lo que pudo temerse: en un panfleto, para, antes bien, distinguirse por su sentido de equilibrio y objetividad en la exposición de los hechos.
Chalbaud deja hablar a los propios testigos. Estos, encarnados por actores profesionales, transmiten al espectador sus visiones personales, a partir de sus diferentes ángulos de posición en medio del caos, aquel 27 de febrero. Algunos en perspectivas que los sitúan bien cerca de los de su anterior Pandemonium (1997).
El Caracazo es una de esas cintas necesarias e impostergables. Como las Pino Solanas, o el Fahrenheit 9/11, de Michael Moore.
Es un documento imprescindible para la memoria histórica de los pueblos, que ayuda a comprender mejor la historia de América Latina y, claro, la de Venezuela: a los extranjeros y a los propios venezolanos. Millones de ellos nacieron luego del estallido social de marras, otros eran muy niños, y la mayoría de los adultos consumió en la prensa corporativa local una versión falsa del asunto.









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