ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Nadia Tereszkiewicz, en el rol del personaje central, lo más destacable de Rosalie, exhibida en el Festival de Cine Francés. Foto: FOTOGRAMA

En Rosalie, largometraje presentado en el Festival de Cine Francés en Cuba, a la directora, Stéphanie Di Giusto, no le alcanza una película completa para llegar totalmente al fondo del personaje central de su película: la mujer barbuda del mismo nombre.

Ella, a diferencia de otros personajes sometidos al escarnio o a la humillación, quienes en algún momento encuentran la redención, sí pagará hasta las últimas consecuencias el duro precio de la diferencia, sin poder zafarse nunca de las penas de una vida sumida en el rechazo social, debido al hirsutismo que la afecta.

Había mucho, muchísimo por explorar, en la siquis de una criatura semejante, parcialmente desaprovechada en la interiorización de sus dilemas y dolores, cuyo desenlace dramático es definido con torpeza, en razón del carácter abrupto de cómo resulta ser introducido en la pantalla.

Aunque casi nunca se establece una aproximación que vaya –en la mayoría, aunque en no todas las situaciones–, más allá de la epidermis del drama, sí se evidencia que a Di Giusto le interesó examinar la resiliencia, ese sacar fuerzas de donde no hay, la batalla por vivir de su Rosalie. Ello se refleja –sin la vehemencia debida, si bien de forma clara–, en algunos pasajes del relato.

Igual, la también coguionista propicia –eso sí, casi siempre desde la incompletitud del esbozo no premeditado–, cierto grado de compenetración con el personaje de Rosalie, al plasmar su deseo natural de procrear y hacer una vida lo más normal posible junto a Abel, el veterano cantinero que la desposa, pago de dote mediante.

Pero no hay nada de normal en el entorno humano que rodea a esta mujer (seres en buena parte ignorantes, o manipulados por un señor de la Francia rural de 1870), ni tampoco casa mucho con lo que le podría suceder –y de hecho le sucede–, su resolución de mantenerse, tanto en el bar como en todas partes, con su barba.

Permanecer con esta se comprende solo en el instante cuando constituye un acto de sacrificio suyo para que fueran a verla a la taberna, casi a la manera de los fenómenos de feria que el cine nos viene mostrando de Freaks (Todd Browning, 1932) a El callejón de las almas perdidas (Guillermo del Toro, 2021).

Entonces, el espectador comprende que preserva la barba con el afán de que la clientela de antaño regrese a la cantina, a complacer su morbo, y su esposo pueda pagar, así, la deuda contraída con el señor arriba mencionado, quien está coartando a los trabajadores de su fábrica contigua la posibilidad de visitar el lugar.

Ahora bien, al cumplir su propósito del retorno del público al recinto, ¿por qué no se afeita?, como ya lo había hecho antes, al llegar con su padre a la casa del tabernero. Más que por alimentar al conflicto dramático, Di Giusto lo hace en tanto expresión de una –aquí contraproducente–ideología del empoderamiento, algo que lastima a mucho cine actual y no iba dentro de estos fotogramas.

No iba, en razón de la época y del contexto del relato, y porque de cuánto más debía estar pendiente la película era de la odisea de Rosalie por sobrevivir entre esos temibles congéneres que no toleran la diferencia, y la agreden, como si fueran los aldeanos contra el monstruo de Frankenstein (James Whale, 1931).

La Rosalie del filme homónimo de Di Giusto, con rostro y cuerpo cubierto de pelos, igual a la María de Se acabó el negocio (Marco Ferreri, 1964), halla la fortuna (esto supone el acierto principal de la cinta) de ser compuesta por Nadia Tereszkiewicz, quien planta, con talento, eso que no puede el maquillaje: los vellos del alma.

La actriz de 29 años –muy dúctil, de donaire escénico y charme–, lleva siete años jalonando una carrera que incluye actuaciones de relieve en Salvajes, La gran juventud, La última reina, Babysitter, Mi crimen, La isla roja, Cara o cruz, Dos pianos, Belladone y Rosalie.

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