ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
La historia de Souleymane obtuvo el Premio del Jurado y el de Mejor Actor en la sección Una cierta mirada, de Cannes, así como cuatro Premios César. Foto: Fotograma de la Película

La imagen que acompaña esta reseña corresponde al plano prologar del filme La historia de Souleymane (Boris Lojkine, 2024). El rostro que vemos es el de un inmigrante africano de 25 años, quien hace la cola para solicitar su permiso de asilo en Francia.

Mientras intenta alcanzar ese estatus legal, Souleymane, así se llama, lucha por sobrevivir, sin apenas dinero y sin papeles, como repartidor de alimentos por las calles de París. Trabaja casi hasta la madrugada, cuando a él y a sus compañeros los recogen para llevarlos al refugio de indigentes, donde comen algo y duermen.

Él debió abandonar su natal Guinea debido a problemas económicos, que ahora intenta hacer pasar como políticos ante el sistema de inmigración francés. Un sistema que, tal cual lo describe el filme, parece casi angelical al comparársele con el de Estados Unidos, lo cual no implica que el joven africano no pase la mar de vicisitudes en la oscuridad de la Ciudad Luz.

La tristeza escondida en los ojos de Souleymane en el plano inicial del largometraje será la misma que lo acompañará a lo largo de todo el metraje de una película que arranca in media res (en medio de la cosa: la técnica de comenzar una obra literaria o fílmica sumergiendo al receptor en medio de la acción; aquí sin detalles previos del relato vital del extranjero) y finaliza de modo muy similar.

Con un corte a negro al minuto 91 nos despedimos de Souleymane, sin saber si le otorgaron o no el asilo, ni qué será de su futura vida en Europa o de vuelta a África. Pero durante esa hora y media –gracias a fotogramas llenos de verdad y sensibilidad–, accedemos, empatizamos, nos solidarizamos, sufrimos, anhelamos junto a él.

En esa comunión tan fuerte establecida por el espectador con el único y omnipresente personaje de peso dentro del filme obran dos razones esenciales: la forma como está escrito y la forma como está interpretado Souleymane. Es un personaje conformado con trazos simples pero muy efectivos, que en pocos plumazos ponen en contexto e identifican las brújulas existenciales que lo mueven. Mediante una fabulosa economía de recursos, se levanta un personaje que alcanza una estatura propia dentro del mejor cine social europeo actual, gracias, además, a la labor de Abou Sangare.

En la pura tradición de ese «cine de la calle» eterno (una corriente irrigadora del séptimo arte desde los tiempos del neorrealismo italiano, a través de Ladrón de bicicletas y El limpiabotas; Luis Buñuel con Los olvidados; y muchos exponentes posteriores hasta Tori y Lokita, de los hermanos Dardenne: referente claro del filme), Sangare es un actor no profesional, quien se interpreta a sí mismo.

Quizá justo por ello su huella sea tan límpida, tan meridiana su presencia, así de creíble su estampa. Si el Carlos Sorín de Historias mínimas viese a Sangare lo amaría sin remedio, porque su espléndido trabajo recuerda al emprendido por el también no actor Antonio Benedictis como el Don Justo de su película de 2002.

Este comentarista sugeriría apreciar La historia de Souleymane de manera compartida con Yo capitán (Matteo Garrone, 2023), en tanto una complementa a la otra. Me explico: si la película del italiano Garrone constituye una verista réplica fílmica de los peligros y perjuicios de dos jóvenes senegaleses inmigrantes en su esquivo camino hacia Europa, la cinta francesa representa el espejo nítido de lo que ocurre cuando algunos de estos africanos logran llegar.

A través de una poderosa traza documental, curiosamente impregnada de esa humanidad que emana de los vívidos relatos de vida de la ficción cinematográfica, La historia de Souleymane (la misma historia compartida por otros tantos inmigrantes) está escrita con la imborrable tinta del maltrato, la xenofobia, los engaños, los salarios miserables que no les cubren ni para enviar 20 euros mensuales a África, las jornadas extenuantes, la terrible soledad del extraño, la nostalgia del color y el olor de sus pueblos originarios.

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