ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
El limpiabotas, este septiembre en la Cinemateca de Cuba. Foto: Fotograma de la Película

Vittorio De Sica fue, por encima de todo, un observador de los sufrimientos de nuestra especie («para amar la vida es necesario vivirla; yo he sufrido, por eso amo a los hombres que sufren», dijo), alguien que supo mirar de frente al individuo, no desde las atalayas de un distante enjuiciador ni desde promontorios de superioridad.

Poseyó un depurado estilo de realización –austero, exacto y preciso–, en el que convergieron, con armonía en su exposición, el análisis de esa simple complejidad de algunos de sus grandes personajes y la eficacia de las tramas que desarrollara.

Ejecutó ejercicios fílmicos pertrechados de tanta dignidad como efectividad, en películas contentivas de abundantes dosis de sabiduría vital que, más allá de la tristeza emanada (De Sica es, también, nostalgia), entretenían y mantenían el interés del público.

El napolitano solía subrayar y condensar la sicología de sus personajes, sus pasiones, con trazos certeros, que mucho ayudaron a comprender la materia de que está fabricada nuestra especie. Las películas suyas eran visiones contundentes y rotundas de humanidades en conflicto.

El cineasta (dos clásicos suyos, El limpiabotas y Ladrón de bicicletas, son programados este septiembre por la Cinemateca de Cuba) maduró varias obras redondas, cerradas, bien ensambladas, que sobresalieron por el minimalismo maestro con que su creador emprendió la arquitectura constructiva, decurso y resolución.

Facturó cálidas narraciones, llenas de naturalidad, sin concesiones a la alharaca, de ritmo pausado, en las cuales bullían personajes memorables, perfilados con tiralíneas e interpretados con apabullante convicción.

La filmografía de este grande de la pantalla –íntimamente vinculada a la obra escritural del inolvidable Cezare Zavattini– encuentra en El limpiabotas (1946) su primera gran obra. El drama de Pasquale, Giuseppe y los tantos vagabundos que deambulaban por las calles italianas, le resultaba indiferente al mundo.

A nadie le interesaba el sueño compartido por estos niños de comprar un caballo, ni más tarde la anulación personal en el reformatorio. Ni el bofetón que cada mañana les soltaba a esos infantes la hediondez de una economía posbélica mustia y un orden social inoperante, excluyente, en el que el pobre era la hez que los ricos –cual gatos– querían tapar para espantar su olor.

En El limpiabotas, el cineasta configura una panorámica de la estela de devastaciones dejada en los órdenes económico, moral, social y político por el cataclismo bélico. Censura el lancinante estado de cosas, e impugna tanto la burocracia de las prisiones como la impiedad para con el prójimo de algunas personas.

En Ladrón de bicicletas (1948), Lamberto Maggiorani, obrero en la vida real, da vida a Antonio Ricci –uno de los dos millones de desempleados que se dan cabezazos en la Italia de la época–, el hombre que busca su bicicleta robada para poder seguir pegando anuncios y continuar así superviviendo con su María y sus dos hijos.

A Bruno, el pequeño que va tras de sí, lo asume Enzo Staiola, otro actor–no actor salido de la calle. Entre ambos quedará establecido el vínculo emocional, la empatía histriónica que añoraba De Sica para impregnar verismo, hondura, al cuadro dramático planteado.

En declaraciones formuladas al periódico Le Parisienne, en 1953, el cineasta evocaba la secuencia en la cual Bruno sigue los pasos del padre, presa este del abatimiento tras ser sorprendido en el intento de robo de una bicicleta, para fundirse luego la pareja en bella identificación de dos almas: «Cuando Maggiorani, llorando, siente la pequeña mano del niño que se desliza dentro de la suya, tuvo la sensación de que su hijo estaba cerca de él, y sus lágrimas fueron verdaderamente ardientes de humildad».

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