Estrenada en el IV Festival Orizzonti Italia–Cuba, Campo de batalla (2024) permite reanudar el contacto con la filmografía de Gianni Amelio, veterano realizador, algo venido a menos durante la última franja de su larguísima carrera, con signos de recuperación aquí.
Aunque lleva dirigiendo desde 1968, es la década de los 90 del siglo xx el momento más fecundo de su obra, cuando irrumpe, en escalera, la mayor parte de sus trabajos más trascendentes: Ladrón de niños (1992, Gran Premio del Jurado en Cannes); Lamerica (1994) y Así reían (1998, León de Oro en Venecia).
Su pantalla, de corte realista, obedece a una lógica de realización que prioriza la precisión en la caligrafía fílmica, a partir de guiones bien fundidos, a los cuales convierte en horcones de filmes plausiblemente fotografiados y editados, diáfanos en su decurso.
Es el suyo, en buena medida –porque su filmografía también incluye cintas sin mucho peso, varias estrenadas este siglo–, un cine de relieve, dador de historias íntimas, duras y muy humanas.
Sin poseer un estilo reconocible o definido, Amelio constituye un creador tan ecléctico como maleable, quien piensa menos en la autoría que en entregar piezas capaces de cumplir su función, de forma gramaticalmente incontestable; no obstante, en ocasiones, carentes de ese plus, de ese extra artístico que suele añorársele.
Campo de batalla –basada libremente en la novela El desafío, de Carlo Patriarca– quizá no sea una de sus grandes obras, pero en modo alguno se trata de una pieza para desestimar.
Hay buen cine cobijado entre estas imágenes, uno que quizá hoy día algunos suelan impugnar, debido a su usanza academicista o clasicista, pero buen cine al fin.
Eso sí, es un cine correcto, aplicado, limpio en narrativa e imagen; aunque sin esa mordida de personalidad, sin ese manotazo de vigor que convide a procesarlo no solo desde la estricta racionalidad, sino, además, desde el fervor de la emoción y del sentimiento instalados en el pecho del espectador tras apreciar las obras mayores de la pantalla.
En Campo de batalla, Amelio traza una reflexión universal sobre las distintas aproximaciones éticas, ideológicas y humanas a las conflagraciones bélicas. Para ello se vale de dos personajes antitéticos, ambos médicos, en un hospital militar italiano, en 1918, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.
En la riqueza conflictual de ambos galenos y en la observancia del agónico drama colectivo allí vivido radican las principales virtudes de un largometraje que trabaja la contienda sin mostrarla, salvo en la secuencia de arranque, tan clásica y elocuente en su hechura.
La guerra directa está elidida, queda expresada desde el fuera de campo; si bien el hospital se transmuta en otro campo de batalla, al ser epicentro de las luchas internas de la especie en una situación extrema, y destinatario de los horrores registrados en el frente.
Horrores ocurridos, a veces, sin razón alguna, por capricho de las potencias implicadas, cual censura Amelio en su alegato antibélico.
Es una película que sugeriría ver, en tanda doble, con Hombres contra la guerra (Francesco Rosi, 1970).
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