ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
El fallecido actor Michel Bouquet, en una escena de Renoir Foto: Ilustrativa

El largometraje Renoir resulta una aproximación somera al periodo creativo final del maestro impresionista francés Pierre-Auguste Renoir (1841–1919), a partir de 1915, en la Costa Azul, tras la muerte de su esposa, Aline. A la sazón, el pintor continúa activo, pero una afección reumática perjudica la movilidad de sus manos.

La pieza de Gilles Bourdos no se trata, con exactitud, de un biopic (filme biográfico) integral, sino parcial. No obstante, dado el lapso espacial cubierto por el arco dramático del relato, había aquí bastante trigo limpio para segar en el examen a la personalidad y su marco de relaciones humanas en una definitoria etapa de su vida.

Sin embargo, el realizador no alcanza un afianzamiento caracterológico del pintor; más allá de insistir en sus silencios o en su interés marcado por dibujar a Andrée Heuschling, la joven pelirroja que da pie a Los bañistas, u otros lienzos postreros suyos.

El acercamiento a la relación con esa mujer –su última modelo, y primera esposa de su hijo: el célebre cineasta Jean Renoir– nunca camina en la cuerda mucho más problémica, conflictual de, verbigracia, La bella mentirosa (Jacques Rivette, 1991).

Aquí la interacción tiende más a la ingenuidad sensorial; al realce del cuerpo de la joven ante las iridiscencias, el brillo campestre, la conjunción de su ángel con las aguas… De semejante labor se encarga, con el lustre que le caracteriza, el excelente fotógrafo taiwanés Mark Ping Bing Lee. Aunque la proclividad de la imagen a lo bucólico–pastoril llega a abrumar, a cierta altura del metraje. 

En su cuarta cinta, inspirada en Le tableau amoureux, biografía novelada de Jacques Renoir –tataranieto de Pierre–Auguste y sobrino nieto de Jean– el director de Premonición solo alcanza a estampar viñetas de la humanidad del significativo artista visual.

Y es que las humanidades completas de los personajes nunca llegan a perfilarse del todo dentro de lo apreciado en pantalla. Ello se debe a que existió mayor preocupación por la estructura formal de un filme cuyo continente confirió preeminencia a intentar ponerse en armonía con la feraz imaginación pictórica del artista.

Lo anterior se entiende, en parte, dado el subgénero; si bien va en desmedro de un contenido con algunas líneas de interés, mas desprovisto del numen que ubicaría al espectador en conexión con la mente del creador. Ese puente de empatía no logra tenderse.

El filme, exhibido en Cuba, se alimenta de algunos buenos momentos, debido tanto al gran oficio del finado actor Michel Bouquet –quien encarna al pintor– como a unos escasos pero proteicos diálogos entre los personajes de los Renoir, padre e hijo.

Tales diálogos, y la loable descripción cotidiana de las costumbres y rutinas hogareñas, de algún modo dan idea del modo de vida dentro de la casa de familia en la que convivieron, un tiempo, dos genios de distintas artes (la pintura y el cine), uno de ellos sin saberlo todavía.

En tal sentido, concitan interés las alusiones a la protohistoria fílmica de Jean, en su estancia en la mansión paterna, al ser herido en la

i Guerra Mundial y antes de retornar al frente. Es ese periodo cuando ya sueña el cine, faltando solo algunos años para sus filmes Nana (1926), La gran ilusión (1937) o Las reglas del juego (1939).

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