
Representante del terror de trasfondo social, el cineasta mexicano Jorge Michel Grau, desde Somos lo que hay (2010) a la actualidad, ha construido sugerentes metáforas sobre los monstruos internos que asolan a las familias. Y, por consecuencia, a las sociedades.
Si en su referida ópera prima puso a habitar esa instancia malévola en una historia que se acercaba al vampirismo a través de los caníbales, en Rabia (2023) se aproxima al hombre lobo por la vía de la esquizofrenia. Es una modulación en el abordaje del mito, aconsejable de ver junto a La bestia oculta (Alexander J. Farrell, 2024), producción británica que lo vincula a la violencia de género.
La licantropía en Rabia no ha de perfilarse de acuerdo con la normativa hollywoodense y el canon general anglosajón, de la Universal a la Hammer. Aquí, más bien, opera en tanto metáfora de la desesperación ante la pérdida sentimental (si en anteriores filmes de Grau el padre era la figura ausente; ahora es la madre) y la violencia social, expresada en la hostilidad vecinal reinante.
Su desasosiego, unido a la ausencia de herramientas para cuidar a su hijo, provoca en el personaje central una inestabilidad sicológica que irá acentuándose, hasta alcanzar el arrebato. Este se expresa mediante el ataque a quienes lo importunan, en el barrio donde pretendía refugiarse del dolor, tras perder a su esposa. Un barrio cerrado y ominoso, remisivo a La zona (Rodrigo Plá, 2007).
Esos ataques son sugeridos a través del fuera de campo, mediante elipsis, contraplanos o planos de información incompleta, que inducen, pero no muestran. Salvo uno, en las postrimerías, el único que conecta al filme, acaso, con el imaginario de cuanto podría asumirse como una película «normal» de hombres lobos.
La anterior constituye una de las varias virtudes de este sólido ejercicio formal/narrativo, en el que Grau articula una permanente y muy bien definida atmósfera opresiva. El éxito de esta lo definen los siguientes elementos: a) el empleo del vacío en el espacio –desde el punto de vista de cómo lo rentabilizan la fotografía y el montaje–, en tanto instancia generadora de desazón; b) la crispante música –aunque por momentos comete el error de comerse a la narración–, cual resorte garantizador del clima de suspenso; c) el aura de extrañamiento y d) la actuación de los dos personajes principales.
Incluyo la interpretación, porque resulta impresionante la capacidad de Juan Manuel Bernal (Alberto, el padre) y Maximiliano Nájar Márquez (Alan, el niño) para contribuir al voltaje que alcanza esa atmósfera: el primero, a través de su mirada, de la forma como exhala a la manera de una bestia adolorida en lucha por contener su rabia. Espejo, esa rabia, de la furia social que lastima a Latinoamérica, presa de la violencia fratricida derivada de modelos neoliberales que enquistaron la pobreza, el narcotráfico, el crimen… El hombre, lobo del hombre. Fílmica y literalmente.
El segundo, porque a través de sus ojos, de su percepción, el espectador descubre el pavor, la oscuridad cotidiana que se cierne sobre su hogar, la muerte, el exterminio. También, un exterminio muy personal, al cual lo convoca la tradición del mito licántropo, y además los vecinos: esa sociedad que impele, salva y/o aniquila.
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