El son, como expresión musical identitaria de nuestro país, celebra su día desde hace pocos años. La fecha escogida, el 8 de mayo, recuerda a dos grandes nombres del género: Miguel Matamoros y Miguelito Cuní.
Incluso, si tuviéramos que leer entre símbolos, guiños y la mística travesía que desde su nacimiento ha vivido como tendencia sonora, el hecho de haberlos seleccionado también rinde homenaje a dos principales lugares de desarrollo sonero en Cuba: Santiago de Cuba y La Habana. Aunque Cuní nació en Pinar del Río, es innegable que su obra está muy ligada al auge del son en los diferentes espacios propiciados en la capital, ciudad que reacondicionó tempranamente lo que, con justeza y talento, se había creado en el Oriente cubano.
A finales de la década de los años 30 del siglo pasado, Cuní colaboró con varias agrupaciones de renombre en esta urbe, como la del flautista Antonio Arcaño, a la cual llegó precedido por una increíble reputación, a pesar de su juventud. Ahí comenzaría una etapa de constante desarrollo y de aportaciones propias al son, pero sin alejarse de otras formas musicales de hondas raíces populares en Cuba y con impacto en varios países. Su envidiable tesitura de tenor ligero, su timbre sin edulcoraciones y, su genialidad improvisatoria e interpretativa lo convirtieron en uno de los referentes obligatorios del género.
En Santiago de Cuba y, desde mucho antes, Matamoros reescribiría los destinos del son cuando, desde una perspectiva trovadoresca, iniciara una etapa renovadora y audaz que aún hoy celebramos. Es un autor casi insustituible como compositor, cuya vigencia permanece intacta. Su obra cobra vida desde el amor, el desamor, el humor o la sátira, todo ello recubierto por cadenciosas mezclas de géneros como la habanera, el bolero o el propio son, por medio de lo cual logró un punto referencial ineludible que lo sitúa como figura obligatoria y cimera de lo que podemos enmarcar como etapa inicial del género.
La declaración del 8 de mayo como Día del Son Cubano no solo tributa a estos dos pilares fundamentales, sino que se expande a todas las generaciones de músicos que lo han abrazado y realzado; incluso, a quienes desde proyectos meramente danzoneros o de diferentes morfologías supieron tempranamente incluirlo en sus repertorios, y orquestarlo en dependencia de la agrupación que lo asumiera.
En épocas de tanta efervescencia musical y el auge de disímiles formatos en la escena nacional, el son hubo de convertirse en una expresión de liberación rítmica y conceptual en la cual todo era permitido, para bien del decursar de nuestra música. A la vez, grandes instrumentistas podían mezclarlo con el jazz y eran bienvenidos tanto un buen solo de flauta como de bongoes.
Ejemplos sobran, como A Puerto Padre, obra monumental del pianista Emiliano Salvador; Guajira en Re menor, del multifacético Bobby Carcassés; Descarga Total, de Orlando Valle, Maraca; o Guajira con Tumbao, de Piloto y Vera. En todas es notable la mágica combinación entre el son y el jazz. Por eso no deja de estar vigente aquel famoso verso de Suavecito (de Ignacio Piñeiro), que sentencia: el son es lo más sublime para el alma divertir.
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