Cuando en entregas anteriores defendimos el tema de las clases sociales y el acceso mayoritario a planes de estudio musicales, algunas ideas quedaron en pausa para un abordaje posterior. Es conocido el controvertido escenario que marcó una buena parte de la historia del país, antes del triunfo de la Revolución, y los frágiles planes educacionales en torno al estudio del arte, inalcanzables para la gran mayoría, aunque tal situación no niega que existieran academias privadas y conservatorios públicos.
Tanto unos como otros eran opciones que bien podían valorarse, ya fuera por el peculio de cada familia en pos de sus intereses y posición social, como por la entrega y la pasión con que destacados músicos impartían clases en ambas ramas de la enseñanza: tildar de mediocre la contribución pedagógica –privada o pública– de la seudorrepública sería un desliz desde cualquier arista posible, y no roza este comentario.
Ahora bien, no estamos enjuiciando calidad ni ética, sino posibilidades de acceso. Cuando miramos el arte musical cubano desde un prisma neutral, podríamos definir dos rutas bien hilvanadas. En primer lugar, el llamado arte popular, empírico y que se transmite por tradición y oralidad, y luego, por contraposición, hallaríamos el arte académico respaldado en sociedades y prestigiosos institutos nacionales o foráneos. Dentro de lo llamado –o encasillado, a veces injustamente– popular, saldrían expresiones musicales como la canción, el bolero, el son, el changüí o la rumba; mientras que del otro bando estarían conciertos, preludios, oberturas, entre otras. Dicho de esta manera, podría parecer un simple y rápido esbozo, pero hay una verdad incuestionable que rodea todo ese proceso social, económico y étnico en torno a nuestra música: las praxis fundacionales de cada vertiente.
Si notáramos la mezcla racial de finales del siglo XIX y principios del XX en nuestra música, veríamos que un número mayor de mestizos fueron los grandes trovadores y bardos de nuestra cancionística y del son, casi todos alternando otros oficios para apenas subsistir, así como también ligados a luchas y reclamos sindicales o partidistas. La discriminación racial, aunque cruel e inaceptable, sirvió sorpresivamente para que –amén de que fueran miembros de sociedades de hermandad– muchos artistas tuvieran que ceñirse al cerco social al que estaban obligados, por lo que tenían que esforzarse mucho más que en otras circunstancias.
¿Qué rumbo habría tomado la canción cubana si Pepe Sánchez hubiese estudiado música en París? ¿Podría Jose White haber compuesto La Bella Cubana de haber sido un músico empírico? ¿Conoceríamos la rumba de haberse gestado en un ambiente aristocrático? ¿Roldán hubiese sido el mismo de haber nacido en algún batey cubano?
Esos escenarios hipotéticos encierran una dolorosa verdad, aunque hoy celebremos con júbilo a cada uno de aquellos artistas que aportaron su talento más allá de sus realidades. La lucha de clases no solo ha sido un reclamo a sus derechos, sino una brecha que ha marcado la cultura popular.
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