En febrero de 2019, la primera entrega de esta columna dio cuenta de la muerte de Armando Morales, ocurrida aquel mismo mes. Antes y después ha estado presente en varios de mis textos, pero en su cumpleaños 85, que cumpliría este próximo domingo, no puedo dejar de recordarlo.
A esta altura, tampoco descubriré alguna cosa suya que no se sepa, y se me cruzan, además, apreciaciones sobre él de varios colegas que supieron testimoniar sus lazos con el gran titiritero cubano. Sirvan estas líneas, acaso, para refrendar que no lo olvidamos.
Una sola arista de su personalidad creativa lo dibuja completo. Hoy la observo con mayor claridad: la cultura y la actitud que un director de teatro debe darse a sí mismo; una ambición constante de saber y el ejercitarla con verdadera fruición. Como mismo se comportaba Armando frente a la comida: siempre goloso.
A propósito, una anécdota sobre su estancia de dos años en Ghana lo retrataba. En aquel país, para elogiar al cocinero, había que devorar hasta la última porción y luego chuparse los dedos de forma explícita para poner fin a la ceremonia colectiva de disfrute. Él lo rememoraba riendo, al tiempo que repetía los gestos cual sibarita sin culpa.
De ese modo, todo le interesó. En primer lugar, la vida misma. Todas las artes, por supuesto. No solo porque el teatro las comprimía en un haz, sino porque fue habitual lector y melómano, además de pintar y esculpir, una herramienta clave en el diseño de sus muñecos, elaborados por sus manos y ya contentivos de la poética con que leía el texto (de Javier Villafañe a Roberto Espina, de Abelardo Estorino a Dora Alonso), y daba forma a la puesta en escena.
Basta citar Abdala, su solemne espectáculo sobre el prístino poema dramático del adolescente José Martí. Aquellos títeres de piso, iguales en tamaño al de los niños que los rodeaban como público, herederos en su estética de la escultura popular africana y la técnica del bunraku japonés, traían al presente la renovada promesa patriótica del príncipe nubio, temprano alter ego del apóstol.
En su última etapa, entre correrías dentro y fuera de Cuba, de las montañas de Guantánamo a los barrios de Colombia, fue despojándose en su expresión artística de cualquier elemento no esencial. Sus títeres de guante llegaron a ser dos simples bolsitas plásticas, a tono con sus permanentes experimentaciones vanguardistas. Prácticos y teóricos del teatro lo rodeábamos porque nos interesaba su aliento de maestro. Se había convertido en Maese Armando.

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