Cada vez que terminan unos Juegos Olímpicos, los organizadores y el público anfitrión están pendientes a las palabras de los presidentes del COI, quienes en no pocas de las versiones celebradas han terminado por expresar: «Estos son los mejores Juegos de la historia». El cumplido o el real reconocimiento enciende los corazones y el orgullo nacional.
Cuando todavía no arde el fuego en el estadio nacional de esta ciudad, lo que si ya puede afirmar Thomas Bach, titular de ese organismo deportivo, es que los de Tokío han sido los Juegos más difíciles de la historia.
También será una edición atípica, pues el primero que tuvo una credencial en ellos, al que le cabe mejor el calificativo de intruso, fue el SARS-COV-2, en marzo de 2020, para transformar al mundo en un infierno y cambiar la vida de la familia olímpica. Los atletas no pueden interactuar, ni entre ellos ni con el público, tampoco con la prensa, la que, dicho sea de paso, asume el reto de reflejar lo que acontece sin su fuente primaria: los protagonistas de las hazañas, porque no es lo mismo una entrevista mediante las redes que palpitar con las emociones y los rostros jadeantes tras el esfuerzo.
Será una cita plagada de protocolos de seguridad en pos de garantizar el necesario distanciamiento físico, para colmo, en la ciudad de más alta densidad poblacional del mundo, con 14 000 habitantes por kilómetro cuadrado.
Sin embargo, la justa tokiota busca el calificativo de los mejores Juegos. A los robots, los autos sin volantes y choferes, a las disimiles aplicaciones para cualquier actividad en aras de combatir la COVID-19, Tokio-2020 ha sumado la posibilidad de ver las competencias en resolución 8K, una definición nunca antes usada en una cita olímpica. El país y de la calidad del televisor de cada uno dependerá si puede disfrutar de las pruebas deportivas en esta calidad, pero en Japón, aprovechando su avanzada tecnología, sí se verán los Juegos con ese nivel.
Pero, siempre hay uno, o más de uno, no todo es rosa. Es paradójico, cuanto menos, el veto de Rusia por la Agencia Mundial Antidopaje hasta diciembre de 2022, según esa entidad por amparar el dopaje, historia que no queda clara aún y que parece tener visos de una «jugada» políticamente motivada.
La medida no privará a los Juegos de la presencia de esos excepcionales atletas, aunque sí de su bandera y de su himno. Una delegación de 335 competidores lo hará bajo el nombre de Comité Olímpico Ruso, como si fuera un castigo por pretender unas 50 medallas, que en el caso de las de oro harán que se escuche el Concierto para piano No. 1, de Chaikovski.
Por el contrario, simbólico ha sido que la primera victoria en las actividades competitivas fuera para Japón, en el softbol, en la tarde del miércoles aquí, al vencer a Australia en la rama femenina. Pero más que eso, es que haya acontecido en Fukushima, región que hace diez años (marzo de 2011) fuera impactada por un gigantesco terremoto de nueve grados en la escala de Richter y un tsunami que destruyeron la mayor planta nuclear del país, lo cual hizo que el fenómeno natural multiplicara sus daños humanos, sociales y económicos.
Que de allí partiera la antorcha olímpica y se haya celebrado el primer evento de estos Juegos, no solo es un homenaje, sino una señal del compromiso del rescate de la vida donde se sembró muerte.