
Cuando el productor de James Bond, Harry Saltzman, pareció extenderle a Costa-Gavras, luego de su primer éxito, un cheque en blanco, al decirle: «¿Qué película quieres hacer?», este le contestó: La condición humana, de André Malraux. El hombre se rajó ahí mismo: «¿Qué? Hacen falta muchos chinos, no se puede» para cerrar el tema con una risa.
Costa Gavras confiesa que en aquel entonces le interesaban películas precisamente sobre la condición humana, sobre revoluciones, luchas cotidianas, el movimiento obrero, los sindicatos. En algún momento trabajó el proyecto de hacer un largometraje sobre el propio Malraux, ya entonces ministro de cultura de D’Gaulle.
Hay temas que no son de risa, tampoco son para esa escuela de hacer cine que da vida al agente 007. Es arriesgado decir eso último cuando se piensa en Malraux, un hombre cuya lista de actos bravíos, durante la resistencia francesa y antes de ella, lo hacen material de leyenda perfecto para la creatividad literaria de Ian Fleming. Sin embargo, no me imagino a Bond escribiendo algo como La condición humana. Hay en el personaje anglosajón demasiada filosofía barata, caricatura del superhombre de Nietzsche. Mucho menos veo que Bond termine siendo ministro de cultura de nadie, no importa si es del caudillo francés, o si es de Josef Stalin.
Hay otra razón más importante que diferencia a los personajes de Malraux de Bond, los primeros buscan con desespero (¿inútil?) la simultánea redención y comprensión del sentido de ser frente a la angustia inconmensurable de tener que matar; el segundo asume a su condición de existencia una cualidad bruta de asesino cortés. Es conocido que originalmente el personaje de Bond debía ser un arma roma, carente de sofisticación, con la mera función de asesinar por las órdenes de otro. Esa licencia para matar, realmente es licencia para cumplir las órdenes de asesinato y tomarse alguna que otra libertad macabra.
El director-fundador de la CIA, Allen Dulles, era amigo de Ian Fleming. Luego de la debacle de Playa Girón, la agencia buscó en la cuarta entrega de las películas de la serie del agente 007, Thunderball (1965), una operación de relaciones públicas para mejorar su imagen. Introdujo un personaje, Félix Leiter, agente de la CIA, como un personaje empático. El agente simpático, empleado de la agencia promotora de golpes de Estado y asesinatos políticos en tantas partes del mundo, dura hasta el día de hoy.
En 2017 primero, y luego en 2019, los autores Tom Secker y Matthew Alford obtuvieron documentos desclasificados de la CIA, el Departamento de Defensa de los EE. UU. y la Agencia Nacional de Seguridad detallando hasta qué punto estas instituciones se involucraban en los proyectos fílmicos norteamericanos. La lista llega a los mil títulos, entre materiales para cine y televisión, incluyendo muchos de los productos más icónicos de la filmografía norteamericana.
Según Secker y Alford, en muchos casos, si hay «personajes, escenas o diálogos que el pentágono no aprueba, los realizadores tienen que hacer cambios para acomodar las demandas de los militares». En el extremo, «los productores tienen que firmar contratos –acuerdos de asistencia a la producción– que los atan a una versión del libreto aprobada por los militares». Para hacer la realidad más interesante aún, en la mayoría de los casos, los acuerdos alcanzados y la intervención de los agentes del Gobierno de EE. UU. en un producto fílmico es confidencial, protegido por correspondientes contratos. No es que les guste que se sepa por ahí que andan de censores sistémicos, los defensores públicos de la libertad de expresión: no es feliz combinación apoyar a sus empleados o cooptados en otras geografías como víctimas de la censura, y a la vez aparecer cortando escenas de películas porque el matiz es contrario a la maquinaria imperial.
En GoldenEye, el estreno de Brosnan como agente 007, un almirante yanqui incompetente, que es asesinado por los malos, no fue del agrado de los militares; como consecuencia, la nacionalidad del infeliz personaje cambió a canadiense y así apareció en el producto final. En Tomorrow Never Dies, otra entrega de la saga del espía británico, algunas escenas fueron alteradas o eliminadas para complacer a los censores uniformados. La CIA es más sutil (¡no faltaba más!), en ocasiones inserta sus propios empleados en la escritura de los libretos para no tener que pasar cuchilla después.
Pero más allá de determinadas anécdotas, el involucramiento de las agencias imperiales es más sistemático que cortar escenas o alterar guiones. No se trata solo de que «la idea de usar el cine para culpar de los errores a agentes aislados, corruptos o malas manzanas, evitando de esa manera cualquier noción de responsabilidad criminal sistemática, institucional, es directamente sacada de los manuales de la CIA y el pentágono», como afirman Secker y Alford. Las agencias del imperialismo otorgan al entretenimiento made in U.S. un papel importante en su empeño de guerra cultural dentro y fuera de su país. La envoltura de su hegemonía cultural es tal que cualquier empeño de limitar la circulación de sus producciones en algún país es rápidamente asaltada como censura inaceptable, totalitarismo y acción orwelliana, mientras en EE. UU. los productos fílmicos extranjeros, tienen, en la mayoría de los casos, una circulación tan limitada que son efectivamente invisibles. Ni hablar de que reciban tiempo de pantalla apreciable materiales foráneos que describan la cara imperial de su política exterior.
No se trata, además, de lo más obvio, la sutileza es más peligrosa. En muchos casos, la mayor parte de las veces, no se trata de una conspiración diabólica para engatusar al público, basta con que el material cultural sea parte orgánica de la reproducción simbólica del sistema donde se produce. Si el guionista, el productor, el director y el realizador están embebidos en la convicción de la superioridad cultural de su sociedad, no se necesita una mano evidente que lo fuerce, la instrumentalización colonizadora del producto ocurrirá sin intervenciones orwelianas.
La obsesión cubana en la saga del espía es marcada en al menos tres filmes de tres épocas distintas. En la época más reciente de la franquicia, que comenzó con Pierce Brosnan, una de las entregas nos muestra escenas en una Cuba tropical con instalaciones de espionajes de una sofisticación absurda. Corona el ridículo el hacer que el mujeriego héroe tenga una escena de intercambio sexual en una casa cliché en la playa, no bajo la protección del aire acondicionado, sino de llamas de un hogar, receta perfecta para un infarto húmedo.
Para reafirmar la obsesión, la recién estrenada última instalación del agente 007, que finaliza el segmento de Daniel Craig, a quien hay que reconocerle haberle dado al personaje nueva vida con su calidad actoral, casi al comienzo tiene sus escenas cubanas, en este caso se supone que de Santiago de Cuba. Diseñadas desde los consabidos lugares comunes cuando se trata de reflejar a Cuba en los productos enlatados de la cinematografía comercial. Quién sabe si algún día nos enteraremos de escenas cortadas y torceduras de brazos al guion por parte de los eficientes censores, paladines de la libertad de expresión siempre que no se trate de ellos. Quizá no, después de todo, esos contratos de confidencialidad pueden ser muy persuasivos.
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