La historia que les contaré inició hace mucho, pero mucho tiempo, cuando hace más de cuatro siglos unos hombres blancos, montados sobre animales briosos y desconocidos al otro lado del océano, llegaron a un continente ignoto, blandiendo un metal también desconocido en ese nuevo mundo (el acero) y levantando una cruz extraña.
Extasiados por la belleza del paisaje y alucinados por la presencia del oro, los forasteros decidieron que aquellos habitantes nativos que los recibían, ora como dioses, ora como posibles demonios, eran sencillamente salvajes, por el solo hecho de tener costumbres ajenas a su añeja cultura, por momentos brillante, pero ataviada de crueldades y paradigmas discriminatorios muy bien diseñados para y por el poder.
Y allí, junto al humo y el hedor de las primeras hogueras, sobre los rescoldos de altares calcinados y templos de piedras profanados y saqueados, allí comenzó todo.
Había que hacer borrón y cuenta nueva, defenestrar los dioses propios e imponer el dios de los invasores, blanco, pulcro, de fina nariz y ojos hermosos. Pero los dioses no se afianzan por sí mismos, necesitan la mística que los rodea, las ceremonias que se van encargando de convertir en costumbres e idolatrías a las viejas historias nacidas de la imaginación o la conveniencia de quienes las escriben.
Así, llegaron los renos, los trineos, los magos, las noches de brujas, los pavos sin cabeza, las calabazas terroríficas, las uvas, los arbolitos pletóricos de luces, el día de los santos inocentes... y todo esto sin importar que la mayoría de la humanidad jamás ha visto un reno, un trineo, la nieve y mucho menos una
bruja; sin tener en cuenta que, en miles de lugares de este planeta, no se puede ser inocente y nunca se comen con facilidad uvas ni pavos.
La historia fue creciendo, expandiéndose, imponiéndose, y poco a poco los abuelos ancestrales dejaron de contar sus relatos del sur, los cuentos llegados de África, las narraciones de la selva y las fantasías propias. Progresivamente, la literatura, el cine, la televisión y el mercado, en manos de los fabricantes de arbolitos y cosechadores de calabazas, multiplicaron los mitos, junto a la cultura y las tradiciones que los sustentan.
Después llegó internet, extraordinaria, imponente, moderna, pero también avasalladora, y como venía de cuna blanca, abrió sus brazos enormes a la avalancha occidental, y multiplicó increíblemente los trineos y los disfraces, sin dar mucho espacio a los festejos autóctonos, a los trajes típicos, a las caras indígenas, a los altares africanos o las comidas sin chatarra.
La historia que les cuento puede tener dos finales: uno, asistir indefensos al festín de otros y, para colmo, servir allí en bandeja ajena los restos de una cultura propia que serán devorados, como siervos en medio de una jauría de lobos.
El otro, hacer que lo nuestro perviva, rescatarlo y ponerlo en las pantallas de la televisión, en las que ahora casi todo es en inglés; en las fiestas, donde la generalidad de lo que se escucha es ajeno; en la moda, que muchas veces nos convierte en maniquíes animados; en el idioma, cargado de «glamurosos anglicismos» y en la mente, adonde entran, sin muchos remilgos, la pólvora, los gérmenes y el cero de esta época. No hay mucho tiempo antes de que terminemos aplastados, definitivamente, por las patas robustas de los renos.
Tenemos que hacer valer nuestras culturas autóctonas frente a la imposición occidental.










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