Fortuna lamentablemente larga ha tenido, y sigue haciéndose sentir, el infundio de que José Martí propuso a Tomás Estrada Palma como sustituto eventual suyo en la dirección del Partido Revolucionario Cubano. Para negar esa falacia no es preciso hurgar en las probadas manchas, o más, del primer presidente de la Cuba neocolonial, entre ellas su sometimiento a Estados Unidos.
Tampoco es cuestión de regatearle al patético político méritos que sea pertinente reconocerle. En un texto publicado hace años en Granma el autor de este artículo pidió no olvidar puntos favorables que deban anotársele. Uno sería, según lo sabido, la probidad administrativa, aunque parece gemela de la tacañería que lo paralizó en cuanto a invertir en obras necesarias para la nación.
Pero su saldo general es abominable. Aunque no haya disparado los fusiles ni blandido los sables que liquidaron a Quintín Bandera, a su cuenta va el asesinato de ese bravo mambí. Su culpa no la borra ni un elemento positivo asociable a su gestión presidencial, aunque fuera obra de su equipo, o de las circunstancias: las pretensiones estadounidenses de instalar cuatro «carboneras» en distintos puntos de las costas cubanas quedaron, finalmente, en una: Guantánamo. Si para Cuba una sola base naval es indignante, inaceptable, y ha generado graves trastornos, piénsese en lo que habría sido la existencia de varias bases como la mencionada.
Al decir, con fundamento, que no hay evidencia alguna de que Martí hiciera la propuesta mencionada al inicio, no se piensa en los defectos de Estrada Palma. Se piensa, ante todo, en la honradez del creador del Partido Revolucionario Cubano, en cuyas Bases él escribió que entre los propósitos rectores de esa organización se hallaba «fundar […] un pueblo nuevo y de sincera democracia».
El valor de tales palabras lo certifican no solo otras declaraciones suyas, sino, sobre todo, la conducta de quien asumió y vivió la política como un hecho ético. Pero de sus declaraciones viene al tema citar –y valorar consecuentemente– otra que también brilla en las Bases del Partido: este actuaría «sin compromisos inmorales con pueblo u hombre alguno».
La honradez de los criterios de Martí la corroboraron sus actos, uno tras otro. Inconforme con la democracia de su tiempo, adelantó la de un partido que tenía la responsabilidad de ser «el pueblo de Cuba», para poder representarla limpiamente y bregar por la satisfacción de sus necesidades. Las elecciones de ese partido no serían cada cuatro años, sino anuales, y sus dirigentes eran elegibles y revocables por sus electores, aun cuando para preparar la guerra se requería que la organización fuera estable y sólida.
Martí fue electo delegado –cargo cuyo nombre, escogido por él, revela sentido democrático– desde la primera de las elecciones hasta la última hecha antes de su muerte, y no porque acudiera a arreglos inmorales. Lo fue porque se ganó el respeto y la confianza de sus compatriotas, para quienes sería significativo que el líder empezara por poner límites institucionales a su propia autoridad.
En la lucha por la liberación nacional, el Partido Revolucionario Cubano debía prevenir males que se intervinculaban: el caudillismo y los excesos militaristas al igual que los civilistas. Esos males habían causado graves daños a nuestra América en general y a Cuba en particular. Impedir que se consumaran fortalecería el papel del líder, al tiempo que este quedaba sujeto al escrutinio de la masa de electores, ante la cual debía rendir cuenta periódicamente.
Además de las citadas Bases, el Partido Revolucionario Cubano tuvo desde su gestación Estatutos clarísimos, también escritos por Martí, y unas y otros definían, desde los umbrales de la guerra –en la cual habría de dársele a la organización el destino apropiado–, caminos de civilidad, ética y actuar democrático. Estos eran pilares para que la república por la cual se luchaba valiese de veras las lágrimas y la sangre que sería necesario derramar por ella.
Que las mereciera fue un reclamo de Martí en el discurso conocido como Con todos, y para el bien de todos, que algunos han querido ver como defensor de una unidad sin riberas, embuste contra el cual será necesario seguir aportando luz. Tal lectura del discurso ha surgido y resurgido, no solo en la República neocolonial, negadora de los ideales martianos. Pero esa pieza oratoria es uno de los textos donde más puntualmente enumeró Martí fuerzas que se autoexcluían del todos por cuyo bien era necesario y digno luchar.
El rotundo rechazo de «compromisos inmorales» con pueblos y personas no fue expresión de un impulso aislado o demagógico por parte de un político a quien caracterizó la honradez. Pero esta virtud, como la sinceridad, es más rara de lo que debería ser, y acaso por ello su existencia resulte difícil de admitir plenamente. Una de las iluminaciones que el articulista guarda de sus charlas con Cintio Vitier y Fina García Marruz se la debe a esta última. Para sus Versos sencillos, recuento autobiográfico honrado si los hay, tuvo Martí por punto de partida un logro al cual la humanidad en su conjunto no ha llegado: «Yo soy un hombre sincero».
Ese fue el revolucionario que bordó los documentos con ideas e indicaciones precisas para la sustitución del delegado del Partido en caso de revocación o de muerte, y para ello trazó un proceso eleccionario democrático. No hacía pactos en las sombras para asegurarse el mando o dejar un sucesor de su gusto personal, lo que no iría con la organización que él concibió –repítase– para «fundar […] un pueblo nuevo y de sincera democracia».
De quién salió la versión –calzada por la inercia repetidora, cuando no por el afán de los «descubridores audaces» o el empeño de hallar defectos en un ser superior– de que él propuso a Estrada Palma como sucesor suyo, y en qué circunstancias prosperó ese embuste, tal vez nunca llegue a esclarecerse. Pero tiene visos de haber sido una de las falsedades plantadas o abonadas por una república que ni de lejos fue la que Martí quería para Cuba.
Pensar que él, al tanto de cuanto atañía a la patria, veedor en el subsuelo político y en la naturaleza humana, ignoraba las uñas anexionistas que otros, menos caladores, veían en Estrada Palma, sería, por lo menos, discutible. Aceptó su presencia entre las fuerzas patrióticas, cuando no había por qué echar de lado a quien tenía de su parte el haber sido uno de los presidentes de la República de Cuba en Armas durante la Guerra de los Diez Años.
Para quien aprecie el valor que la palabra tenía en Martí como expresión de esencias, no pasará inadvertido un hecho: su mayor elogio a Estrada Palma –la valoración, publicada en Patria, de su labor pedagógica en su colegio de Central Valley– está mechada sugerentemente con advertencias sobre, o contra, un peligro: el que representaba que niños y niñas de Cuba estudiaran en Estados Unidos, donde no hallarían contexto ni ideas afines para formarse, a tan tempranas edades, con miras a servir a su patria. No cabe leer el texto al margen del antimperialismo y la perspicacia del autor.
Los sucesos que en el puerto de Fernandina –autoridades estadounidenses y algún traidor mediante– frustraron la sorpresa con que Martí había procurado que comenzara la guerra en 1895, tensaron las circunstancias de su traslado a Cuba para incorporarse a la contienda. A ello se sumaron contradicciones que mellaban a las fuerzas patrióticas y afloraron particularmente en la dolorosa entrevista de La Mejorana, pero no nacieron ni terminaron allí.
Para agravarlo todo, Martí murió antes de celebrarse la Asamblea en que se fundaría el gobierno de la República en Armas y que, sin él, sería diferente: sería otra. Su ausencia empobreció la orientación de la gesta y del Partido, que –evidencia de tal empobrecimiento– cayó en manos de Estrada Palma. Este promovió que se disolviera al interrumpirse la gesta con la aviesa intervención de Estados Unidos. Habría que mencionar también, aunque sea de pasada, el cambio de rumbo impuesto al periódico Patria, para entonces dirigido por Enrique José Varona. Tras la muerte de Martí la publicación fue convertida en lo que no había sido cuando él vivía: en órgano formal del Partido, que tampoco era ya el martiano.
Fueron algunos de los signos inequívocos de la derechización capitalizada por el entonces naciente imperialismo estadounidense, que se apoderó de Cuba, tragedia que Martí se había propuesto impedir. Lo que vino después de 1958 fue de veras otra historia, y aseguró la soberanía y la dignidad de este país.










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Lucifer dijo:
1
19 de septiembre de 2018
15:39:50
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