El alma también tiene su piel. En la que cubre la mía, donde guardo todo lo que vale la pena archivar, hay un nombre que siento muy hondo aunque les pertenezca a muchos. Caló en el sentir de la gente desde que salió de su Cataluña un buen día, con una guitarra rota, a decirle al mundo lo que ya no podía callar.
La dictadura franquista, entonces en su apogeo, no pudo silenciar el mensaje recto e irreverente del joven cantautor que encontró en la canción el modo de expresar con una belleza pasmosa, pero también con la sencillez de los sabios, aquellas esencias humanas que pronto se asumirían como verdades irrebatibles.
A quienes crecimos escuchándolo y seguimos citándolo cada vez que en la vida se nos estrena un suceso, nos parece que fue ayer cuando, sin quererlo, su voz se nos hizo cómplice en los momentos en que se nos fugó la palabra propia. Sin embargo, han pasado ya 50 años de que se grabara el primer disco suyo llamado Una guitarra, y con él la entrada triunfal de Joan Manuel Serrat al mundo universal de la canción y a la conciencia de millones de seguidores a los que sus sentencias han hecho felices.
Siendo niña aprendí muchas de sus canciones y repetía a fuerza de oírlas una y otra vez esas letras que no siempre podía entender.
Serrat me llevó al diccionario muchas veces para descifrar palabras que decía tarareando sus baladas sin conocer entonces su significado. Por las Nanas de la cebolla, uno de los poemas de Miguel Hernández que musicalizó magistralmente, supe en aquel tiempo que el poeta había escrito en plena guerra un canto de cuna para su niño, porque su esposa, mientras amamantaba al pequeño, solo se alimentaba de pan y cebolla. Cuando “la muerte enamorada” se llevó en la flor de su juventud a dos amigas que quise, encontré en la melodía que puso Joan Manuel a la Elegía hernandiana el mismo dolor que estaba conociendo.
El arrullo de la pasión adolescente no tuvo para mí mejor expresión poética que aquel Poema de amor, que compuso el joven trovador “allí, en la arena” donde todos alguna vez experimentamos el nuestro.
Muchas de las que lo hemos seguido soñamos alguna vez con que alguien nos escribiera una canción como Piel de manzana; o con idéntica suerte a la de una protagonista de sus canciones, burlamos la custodia de nuestros padres para correr a los brazos del amor, poco antes de que dieran las diez. Fue Joan Manuel quien mejor acuñó que las llamadas “pequeñas cosas” no nos abandonan jamás porque, siéndolo solo en apariencia, viajan en un tren que garantiza, querámoslo o no, los pasajes de retorno.
Su Soneto a mamá, cuya música tiene el don del embeleso, es de esas cartillas imprescindibles para la felicidad. Haciéndole coro asimilé, sin espacio para cambiar de opinión, que lo sencillo no es sinónimo de lo necio; que existen grandes diferencias entre el valor y el precio de lo que poseemos o pretendemos conseguir; y que cualquier bocado puede ser el más exquisito manjar “si el universo es luz y el mundo un beso”.
Serrat buscó un nuevo modo de nombrar a los niños. No hay padre que, escuchando ese tema que llamó Esos locos bajitos, haya dejado de estremecerse ante tan sabias verdades como la satisfacción primera que provoca que nuestros retoños se nos parezcan, o la permanente inconformidad con que “un día nos digan adiós”.
Esos escalofríos me invadieron cuando a mi hija se le borró “su mundo de muñecas” y emprendió el rumbo natural de su adultez. Las emociones que experimenté entonces fueron similares a las de aquella madre, “construida” por el trovador, que se encontró un día con el adiós de su pequeña y a la que no paraba de preguntarle qué sería de ella lejos del calor de su primer hogar.
Pero Serrat no me acompaña solo en los episodios personales. Cuando echando mano a los versos tremendos del español León Felipe puso música al poema Vencidos —texto en el que un ser abatido por la frustración le pide un sitio en la montura a Don Quijote porque ya no puede batallar— se me convirtió en símbolo de esa estampa humana de la que no escapa ni el más valiente, la de asumir el fracaso cuando nos sobreviene, para después volver a comenzar.
Serrat se me antoja en muchas dimensiones. Me asalta como un himno justiciero aquel precepto hernandiano cuando cantó las estrofas de Para la libertad; y como una orden categórica, esa verdad de Machado, que alerta sobre la construcción personal de los caminos humanos, y que él nos enseñó a cantar.
El Serrat que llevo conmigo es inagotable, su canción se me entrega cada vez que la encuentro, cada vez que la busco. Es una renovación que tiene que ver con las garantías, algo así como una fuente natural que apunta hacia lo infinito.


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Nelson Gonzalez dijo:
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19 de marzo de 2015
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fernando lopez dijo:
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Madeleine dijo:
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