El secreto de la sabiduría, el poder y el conocimiento, es la humildad.
— Ernest Hemingway

¡Yo me basto y me sobro! Con el entrecejo fruncido y el gesto desafiante, la frase desparrama un tufo de petulancia abrasiva, similar a la rudeza del esmeril que desbasta una superficie noble.
Los conocimientos agregados al cuerpo, el bagaje acumulado por el estudio y la diaria práctica durante ese breve instante que se llama vida, sirven para construir, ayudar, complementar, aglutinar o para destruir, apabullar, presumir, disociar.
No se trata de que una palabra por sí sola suene discordante, de cualquier manera será preciso atender a la inflexión de la voz y a la intención del que habla para desentrañar la carga positiva o negativa de su mensaje. Dependiendo del tono impuesto por el parlante, sabremos si ha blandido una lanza apuntando al corazón del interlocutor o si solo desea transmitirle una idea desprovista de cualquier hálito de autosuficiencia.
Es este último sustantivo —y cómo se emplee— el que alarma cuando se le endosa a una persona. Difícilmente alguien sea acreedor al calificativo de autosuficiente, en su sentido chocante, si antes no ha dado muestras fehacientes de no bastarle con resolver las cosas en su entorno, sino que en franco pisoteo de la estima de los demás, blasona en público de ser él quien mejor las realiza.
Aunque casi siempre le echamos mano a ese vocablo para catalogar una actitud criticable, desprovista de humildad, esa voz también reconoce las virtudes de quienes cumplen bien con lo suyo sin sombra de autobombo. Nos referimos, por ejemplo, a una madre trabajadora soltera, que despierta al cantío de los gallos, prepara a sus hijos para la escuela, anda aprisa hacia el trabajo y de vuelta al hogar trajina en la cocina sin desatender las tareas que los maestros les encomendaron a los niños. Su autosuficiencia, o suficiencia para resolver la vida sin presunciones ni aspavientos, despierta la admiración de cuantos saben de su realidad.
En cambio, el autosuficiente redomado traslada al sentimiento de los demás la alta estima que siente por la cualidad negativa a él atribuida, sin importarle el criterio de los otros. Para reforzar su ego se embadurna con el barniz de la omnisciencia, ese fervor que lo impulsa al alarde de darles a entender a todos su capacidad para conocer de cuantas cosas reales y posibles existen sobre la Tierra.
Este personaje queda al descubierto no solo cuando habla, también su mímica lo delata. Tras hilvanar su parrafada, hace una pausa, mira en derredor para cerciorarse de que lo atienden con fruición, y entonces realiza una profunda inspiración (como si consumiera el aire del mundo entero). Observa de nuevo a sus interlocutores, mas solo después de creerse aceptado por el auditorio, libera el aire de los pulmones. Mientras más repite el guion, más dueño del entorno se considera.
Un autosuficiente en caída libre sobre cualquier grupo de oyentes horada el escenario cual bomba de fragmentación, difumina, su verbo subestima la inteligencia de quienes lo escuchan, porque su ceguera le impide admitir que —gracias a las oportunidades para estudiar ofrecidas por la Revolución a nuestro pueblo— en disímiles lugares, hasta en los más recónditos, hallamos a personas capaces y sencillas al mismo tiempo.
Mucha razón tenía el escritor y crítico británico John Ruskin, cuando dijo estar convencido de que la primera prueba de un gran hombre consiste en la humildad.
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