
Hoy vuelvo a sentir añoranza por un libro, no por el que se me extravió y sé que no retornará, ni por el que presté a alguien que jamás me lo devolverá, sino por el que no tengo.
A pesar de estar rodeada de ellos, de poseer y guardar henchida de orgullo en la casa varios sitios donde se juntan esas joyas de papel, hoy me faltan aquellos que necesito consultar con urgencia, los que tendré que leer, uno por uno, en formato digital, si quiero realmente conseguir este nuevo empeño al que me conduce mi profesión.
Una maestría, no la que matriculan los jóvenes graduados, aún sin muchos enredos en su vida, cuando apenas acaban de licenciarse, sino una muy soñada, que han hecho esperar circunstancias y asuntos impostergables, suma ahora a mis incontables deberes, nuevas exigencias para las que no cederán sus espacios las obligaciones de siempre.
Bien lo saben quienes no paran de estudiar —sobre todo cuando avanza el curso de la existencia y aumentan las situaciones en las que somos los máximos responsables— que estos periodos de tiempo demandan largos desvelos y dulces sacrificios que no por disfrutados dejan de exigirnos casi impíamente más de lo que creemos poder dar.
Pero se asumen. Y en medio de la cotidianidad se entregan trabajos, se piensa en los temas investigativos, se proyecta la ilusión del camino que se desandará. Hoy debo hacer un viaje de compromiso familiar, y aunque madrugué para adelantar tareas y escribir algo antes de salir, el tiempo no me sobra y tendré que inventarlo.
“Si tuviera el libro”, pienso. Me lo estaría leyendo durante el viaje, y a la par del fresco de la ventanilla, y mientras avanzo hacia el lugar donde me esperan, mi lectura organizaría la sarta de presentaciones electrónicas, explicaciones y recomendaciones que las largas sesiones de clases nos entregan y es preciso procesar después a solas, en el encuentro personal con la materia.
Imagino lo fácil que sería poder marcar los conceptos en mi supuesto libro, destacar las palabras clave, hacer esas anotaciones íntimas que se fijan en nuestra memoria afectiva y visual, cerrarlo momentáneamente cuando los ojos se irritan, pero sintiéndolo tan cerca en nuestras manos con un calor casi humano…
Tal vez más tarde abriría el libro para continuar la lectura que ya ha ido acomodando esos conocimientos que, aunque se entienden bien en las conferencias, quedan prendidos con alfileres hasta tanto no leemos, escribimos, subrayamos y los procesamos más tarde a solas.
Pero el libro no está. En formato digital tenemos toda esa bibliografía ¡y más! ¡Pero digital! Y siento con dolor esa ausencia. Pienso por momentos que tal vez este padecer se acentúa por pertenecer a una generación que aunque también domina las nuevas tecnologías es esencialmente, por su formación, más analógica, dado el razonamiento en el que se basó su aprendizaje. ¿Los más jovencitos sentirán también, en circunstancias parecidas, esa falta?
La respuesta a mis cuestionamientos la tengo con solo alzar la mirada. Mi hija se ha enfrascado en estudiar francés. Las clases de la Alianza son fabulosas pero sin el tiempo de estudio y la ejecución de muchos ejercicios valen poco o nada. —“Necesito el libro”, me dice. —¿Pero no lo tienes en digital?, le contesto. —Sí, sí, ¡pero qué va, no es igual!
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Portuario dijo:
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17 de octubre de 2014
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sergio dijo:
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17 de octubre de 2014
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Salvador Díaz Castañón dijo:
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17 de octubre de 2014
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Roberto Díaz dijo:
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17 de octubre de 2014
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josepedro dijo:
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Chris dijo:
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Paco Ruiz dijo:
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Carlos de New New York City dijo:
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sachiel dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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jorge delgado dijo:
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18 de octubre de 2014
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