Entre sus tantos cuentos inolvidables —los cuales conviene tener siempre a mano para que nunca perdamos la sustancia de una prosa ejemplar—, recuerdo Francisca y la muerte. En sus breves páginas —obviamente mucho mejor escritas que las mías; únicamente pretendo transmitir a los lectores la almendra de la fábula a tono con el desarrollo de este comentario— se relata la historia de una visita de la Parca a la Tierra.
Ha venido a buscar a Francisca para llevársela del reino de este mundo, pero no la encuentra. Donde quiera que va, le dicen que Francisca, en efecto, ha estado allí, pero se ha ido a otra parte, ocupada, como un remolino, siempre atenta a lo que falta por hacer. La Señora de la Guadaña, desmelenada y maltrecha, se siente invadida por la frustración: no hay manera de que Francisca emprenda con ella el viaje de regreso. Entonces se da cuenta de que no la conoce, que nunca le ha visto el brillo de sus ojos.
Quizás el relato más famoso de Onelio sea El cuentero, tanto que a él mismo le llamaban cuentero mayor en los días en que leerlo era una fiesta cotidiana, como espero vuelva a ser un hábito del lector cubano de las nuevas generaciones. Al repasar la historia de Juan Candela, el protagonista del relato, no puedo dejar de relacionarlo con Francisca y la muerte, en tanto lo complementa de otra manera. Si Francisca es movimiento constante y actividad permanente —eso que Martí definió como "la utilidad de la virtud"—, Juan Candela, con su manera de enhebrar mitos y alimentar la imaginación de sus interlocutores que tras jornadas fatigantes se rinden ante el contador de historias en las noches cienagueras, es la prueba fehaciente de la necesidad humana de la poesía.
Onelio nos hablaba así de las dos hambres del hombre: poco logra empinarse este si solo atiende sus apetencias primarias y deja de soñar. Es un tema que no puede ser pasado por alto en una sociedad que aspira, en medio de tremendas dificultades y enormes desafíos, renovándose a sí misma y atacando sus propios defectos, lograr una dialéctica entre la prosperidad material y la plenitud espiritual.
No faltará quien diga que esa aspiración es utópica y se estrella contra la cruda realidad. Ciertamente, en el día a día las carencias abruman y los problemas pesan. Sin embargo; cada vez estoy más convencido de que la mejor manera de superar obstáculos, emprender la mar-cha cuesta arriba e incluso de concretar los planes y programas que nos deben llevar a la satisfacción de esas necesidades materiales que tanto nos apremian, pasa indefectiblemente por el factor subjetivo, es decir, por la voluntad de hacer, cumplir, soñar con los ojos bien abiertos y convertir esos sueños en realidades.
Las lecciones de Onelio se me presentan en la cercanía. Espero me permitan ilustrarlo con una vivencia personal. María Emilia Quesada Blanco cumplió en enero 113 años de edad, debidamente certificados. Vio pasar el siglo XX y se adentra como si nada en el XXI con una fuerza de espíritu envidiable y una apariencia física todavía resistente. Nadie me lo ha contado, la he visto con mis propios ojos en Cienfuegos hace apenas dos semanas. Mima es la hermana menor de mi abuela materna, que falleció a los 107 años. Alguien me ha sugerido un estudio genético particular que explique la longevidad en esa rama de mi familia, sin embargo, tengo la certeza de la existencia de un factor mucho más accesible a la observación: las dos hermanas nunca se dejaron vencer por el tiempo ni el desánimo. Siempre le dieron sentido a sus existencias.
Podrían haber vivido menos, pero igual tendrían la satisfacción de ser útiles, activas, serviciales, enérgicas. Porque lo importante no es marcar un registro en los libros de récords por años más o menos de andar por el mundo, sino la actitud con que se viva.


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Agustín Dimas López Guevara dijo:
1
19 de marzo de 2014
12:36:37
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