Luego de casi seis meses en China, de saltar de rascacielos a templos budistas, de las grandes ciudades a la más alta de las cumbres, durante días en que ha llovido y luego ha salido el sol intenso del verano, podría creerse que se ha visto todo. Pero el «tren bala», que atraviesa el país casi de extremo a extremo a más de 300 kilómetros por hora, se detuvo esta semana en un paraje excepcional de la geografía del mayor de los países asiáticos: Gansu. A medida que se avanza por los más de mil kilómetros que separan a Gansu de la capital, Beijing, bien al norte de la China continental, comienzan a desaparecer del panorama la fila infinita de autos y rascacielos, para dar lugar a montañas irregulares, muy verdes y nevadas, que asemejan a la Cordillera de los Andes.
Quedan atrás los 40 grados de Beijing. El clima se vuelve más frío y seco, por la cercanía con el desierto de Gobi, del que uno de sus extremos se extiende por gran parte de la provincia de Gansu. Se asocia siempre al desierto con lo inhóspito, pero acá el panorama es otro. Cielo azul, praderas repletas de canolas y girasoles, cabras y caballos pastando, ventas de miel de abeja artesanal en cada tramo, hombres y mujeres de sombreros coloridos trabajando la tierra... Pareciera que en estos parajes, muy próximos a la frontera con Mongolia, está el verdadero rostro de China.
La Prefectura Autónoma tibetana de Gannan, es de los primeros distritos que recibe al visitante, a los pies de las montañas Zhagana. Se sabe acá por los trozos de telas de colores en forma triangular que adornan el paisaje, atados a cordeles o a varas de madera que semejan grandes hogueras aún sin incendiar.
Recuerdan las banderas de plegarias –como les llama la etnia tibetana, que bebe del budismo–, colocadas en los pasos montañosos y picos de una sección de la Cordillera del Himalaya (al centro de China), por donde se extiende la Región Autónoma del Tíbet. (Las regiones autónomas se caracterizan por estar asociadas a grupos étnicos minoritarios). Las telas de colores azul, blanco, rojo, verde y amarillo de Gannan, dispuestas en las praderas y montañas de Gansu, están acompañadas por las carpas de los tibetanos que labran la tierra o de quienes crían ganado o abejas productoras de miel.
Parecen pequeñas casas de tela blanca, adornadas por arabescos y letras azules, en las que se perciben caracteres del alfabeto de la India, adoptados por la etnia hace miles de años, luego de que un grupo de eruditos viajaran –en el siglo vii– a ese país vecino a estudiar los textos budistas y los adaptaran a la lengua tibetana.
Otros rasgos destacan del paisaje: la convivencia entre las mezquitas tibetanas muy modernas, de cúpulas doradas y cristales polarizados, junto a monasterios de piedra, madera y barro, estructuras rectangulares de varios pisos, con telas doradas que rematan cada balcón y a los que solo se puede acceder descalzos.
También salta a la vista la armonía en la vestimenta de su gente. Las mujeres llevan el pelo largo y trenzado con telas de colores verdes y rojos; lucen trajes dorados, azules y naranjas, y llevan sombreros con piedras incrustadas. Mientras, los hombres van con túnicas de seda, con detalles bordados en ocre y, debajo, pantalones celestes a rayas.
Así desfilaron y bailaron durante el Festival Internacional de Turismo y la cuarta Exposición Cultural Internacional de la Ruta de la Seda, celebrado recientemente en este distrito, en la que participaron unos 1 500 invitados de 52 países y regiones de China. La sede del evento no pudo ser otra.
Las autoridades locales contaron durante el evento cómo se ha ido transformando en las últimas décadas esta región, un paraje distante y olvidado durante siglos en la inmensa geografía del gigante asiático. «En 2018, en Gansu, unas 130 000 personas salieron de la pobreza gracias a proyectos de turismo rural relacionados con su rica sabiduría y tradiciones», explicó en el evento el ministro de Cultura y Turismo de China, Luo Shugang. Lo que fue una región extremadamente pobre, es hoy un destino obligado.
Las tierras de Gansu se asemejan un poco a los pueblos campestres de la Isla de Cuba. En ambos resaltan el verde de las praderas, los sembrados de maíz, el azul del cielo, las flores, las casas humildes, los animales de granja. Pero algo difiere en el entorno. Mientras la mayor parte de los pueblos de la Isla fueron construidos alrededor de iglesias, ubicadas en el corazón de cada uno de ellos, en este lado del mundo durante siglos las civilizaciones fueron creciendo entre templos y monasterios de tres grandes corrientes que hoy persisten al tiempo: el budismo, el taoísmo y el confucianismo.
Aunque la gran mayoría de la población china no se identifica con ninguna religión, y se declaran ateos o tan solo personas espirituales no adscritas a ninguna fe, muchos creen en estas corrientes y asisten con devoción a sus centros para hacer plegarias. Gansu se ha vuelto con los años un atractivo para peregrinos y forasteros. Su viaje tiene un único propósito, acercarse y entender el budismo en una de sus vertientes, el tibetano, que tiene cerca de 20 millones de seguidores, y asistir al Monasterio Labrang, la mayor de sus sedes fuera de la Región Autónoma del Tíbet, parte del territorio chino.
El Monasterio se impone en el paisaje con sus techos dorados y paredes de piedra, madera y barro. El sol cae todo sobre él a las 12 del día, y crea un contraste único entre la piedra blanca del asfalto, el color tierra de sus paredes y el verde de la montaña que lo custodia, El Fénix, justo en el corazón de la Prefectura Autónoma Tibetana de Gannan, Gansu. Es una pequeña ciudad, a poca distancia de otra aun mayor, el condado Xiahe. Aunque desde las puertas del Monasterio se perciben a lo lejos grandes edificios, pancartas publicitarias y el bullicio de autos modernos, nada distrae a las miradas curiosas, atentas a los pasos de los miles de monjes que lo habitan y se pasean de un lado a otro en túnicas rojas y botas de piel negra.
Cuatro mil adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos, mayormente hombres, desandan las callecitas milenarias del Monasterio, donde no solo practican el arte de la meditación, la conexión entre el alma y el espíritu y aprenden las doctrinas del budismo. También reciben clases de medicina, literatura, historia, geografía, música... lo que ha hecho que, desde su creación en 1709, Labrang sea elogiado como el Campus Tibetano del Mundo. El Monasterio es testigo del paso del tiempo y los cambios que ha traído consigo. De ser una región olvidada, de terrenos áridos y montañosos extremadamente pobres, que subsistía de la ganadería, y en la que en lugar de dar los buenos días, era común entre sus habitantes preguntarse al verse: ¿Has comido hoy?... ya se ve prosperidad, y es usual ver a monjes y citadinos con teléfonos celulares inteligentes, con acceso a internet, dominando varios idiomas, dirigiendo autos modernos y al frente de negocios privados.
En los alrededores del Monasterio ya no se encuentran solo las pequeñas tiendas que proveen desde hace cientos de años a los habitantes y peregrinos, de botas altas, abrigos y cinturones de piel, metros y metros de tela roja para confeccionar las túnicas de los monjes, todo tipo de ruedas de oración y otros artículos ancestrales... Abundan, además, las puntos de venta para turistas, donde se amontonan figuritas de Buda talladas en madera o en piedra de Jade, bordados y otros coloridos souvenirs que recuerdan al Tíbet.
Coches y autobuses ocupan el enorme aparcamiento y, a poca distancia, acompañan a los pequeños restaurantes de platos tibetanos y bares en los que sirven hamburguesas, pizzas y pollos asados. Sin dejar de mencionar las numerosas cafeterías, decoradas al estilo occidental, donde no sirven el típico té con mantequilla tibetano, sino café expreso.
Los tiempos cambian, pero la fe permanece intacta en un pueblo que, aunque entendió y aceptó que el sufrimiento, la insatisfacción, la incertidumbre y el dolor son inherentes a la vida –como aseguran los preceptos del budismo tibetano–, nunca se detuvo, a pesar de las carencias.
Cuba es así también, aunque en sus tierras se hable poco del budismo y sus pueblos hayan crecido alrededor de iglesias, en lugar de monasterios. Un espíritu común de resistencia y apego a su cultura nos permite reconocer a la Isla en este pueblo, a pesar de los kilómetros que la separan de Gansu.
A seis meses de saltar de ciudades futuristas a montañas entre nubes, de ver a robots con la misma frecuencia en que se ven aviones surcar el cielo, no puede creerse que se ha visto todo. Pero al final de este viaje queda más que «el horizonte», que describe la canción de Silvio Rodríguez. Al final de este viaje se comprueba que solo avanza el pueblo que no olvida su historia, y que quedan «los que puedan sonreír/ en medio de la muerte, / en plena luz».
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