Cuando el periodista polaco Ryszard Kapuscinsky visitó la Gran Muralla China, en 1957, no había ni un alma en ella. No olvidó aquella tarde en la que subió y bajó los peldaños de una de las maravillas del mundo, «su construcción única, casi mítica». Desde el lugar en el que estaba, la muralla se extendía «serpenteando hasta el infinito» y cada una de sus puntas se perdía «entre bosques y montañas. Estaba desierta y el viento pugnaba por arrancarnos la cabeza».
Ha pasado más de medio siglo desde aquella visita y la Gran Muralla sigue siendo «un símbolo, un signo distintivo de China, un escudo del país que durante milenios fue país de muros», como contó el periodista en su libro Viajes con Herodoto. Miles de turistas a diario dan la vuelta al mundo para verla y comprobar con sus ojos lo mismo que él vio: «una gigantesca construcción, erizada de macizos torreones y almenas», levantada por hombres, piedra a piedra, durante miles de años.
Aunque en su esencia la Muralla no ha cambiado desde entonces, otros detalles del relato de Kapuscinsky ya no están en esta fecha. Hoy el aire no sopló en Mutianyu –el tramo mejor conservado de la Gran Muralla– y, aunque el sol del mediodía era un látigo sobre el cuerpo, tampoco estuvo desierto. Nada impidió que un mar de gente, hablando en innumerables idiomas, recorriera los peldaños y muchos de ellos, como ya es habitual, escribieran o tallaran sus nombres en la piedra.
El ventanal de la almena más alta de esta sección de la muralla tiene un encuadre perfecto: la gran serpiente de piedra extendiéndose en zigzag entre dos montañas, dos mariposas blancas revoloteando por los alrededores, el azul del cielo y el verde de las lomas, el amarillo del sol sobre las piedras...
Allí, al centro del encuadre, una joven y su novio miran al infinito mientras un amigo les toma una foto. No tendrían más de 20 años. Acto seguido, ella tomó una piedra del suelo y escribió su nombre y el del joven en la pared del ventanal. También la fecha, un corazón y un infinito.
Ahora, en cada foto que se tome en ese espacio, saltarán a la vista, inevitablemente, las letras blancas que dejó el roce de la piedra en la muralla: «Sarah and Erick forever».
Cada bloque de la Gran Muralla China tiene la historia del hombre desconocido que la cargó sobre sus hombros y la puso en su lugar, o la de quien murió en el intento, pues más de diez millones de personas perdieron la vida, desde que se colocó la primera piedra, en el siglo V a.c., hasta el año 1644, fecha de su última reconstrucción.
Hoy la muralla persiste al tiempo, como también las leyendas sobre el dolor y sacrificio de las familias que perdieron a un ser querido. La más desgarradora de ellas habla de una joven que salió en la búsqueda de su esposo, obligado a trabajar en la construcción de la Muralla. Caminó durante meses, soportando lluvias y nevadas, hasta dar con el tramo al que lo habían llevado. Al llegar, supo que había muerto por las condiciones adversas a la que eran expuestos, y no sabían con exactitud dónde se encontraba su cuerpo. Ella lloró desconsoladamente y sus lágrimas desmoronaron el fragmento de Muralla en el que había quedado sepultado su esposo. Allí escogió morir también, junto a él.
La Muralla lleva mucho dolor dentro. Ya no solo sufre la erosión del tiempo, ahora también se destruye poco a poco con los trazos que dejan los miles de turistas que la visitan a diario. Las autoridades locales han comprobado que la mayoría de los grafitis dispersos por los tramos populares están escritos en lenguas extranjeras, pero de nada ha servido el esfuerzo de destinar un tramo específico –precisamente en Mutianyu, a 70 kilómetros al noreste del centro de Beijing–, para que quien llega de lejos deje su huella en este lugar. Durante años, la oficina de administración de esta sección de la Muralla ha organizado equipos de patrulla para impedir el vandalismo, pero no ha tenido el éxito esperado.
La vieja muralla debería seguir permitiendo que toquemos «las piedras acarreadas durante siglos», testigos de esos «hombres que se caían de agotamiento», como describiera Kapuscinsky.
Frente al nombre de «Sarah», con el polvillo de la piedra aún fresco sobre el muro, viene a la mente el bolero del cubano Eusebio Delfín: «Yo soy el árbol conmovido y triste,/ tú eres la niña que mi tronco hirió./ Yo guardo siempre tu querido nombre,/ y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?».
COMENTAR
José Alejandro dijo:
1
8 de agosto de 2019
09:27:45
Cubano dijo:
2
8 de agosto de 2019
09:44:15
JUAN dijo:
3
8 de agosto de 2019
10:39:18
Pedro dijo:
4
9 de agosto de 2019
07:37:50
Melvis dijo:
5
30 de agosto de 2019
13:28:58
Responder comentario