
Santa Isabel, Guamá, Santiago de Cuba. – Héctor Espinoza, de 53 años, se ha subido a arreglar al menos seis techos de este caserío, mientras su vivienda permanece corrida y apuntalada con tres o cuatro troncos por el norte, que fue hacia donde el viento del sur quiso tirarla.
Santa Isabel es un barriecito de unas 30 casas situado como quien dice a media loma, entre el mar y la Sierra Maestra, 20 kilómetros al este del punto donde el ojo del huracán Melissa tocó Cuba.
Es 4 de noviembre. Todavía las cosas de valor –el televisor, la loza, los teléfonos, las sábanas, las fotos– andan en cajas y la mitad de la casa al descubierto, sin el techo; bajo el sol, la lluvia y las estrellas, según corresponda; y Héctor subido en los techos de por ahí, dando golpes secos que estremecen la tranquilidad de la loma.
Y Héctor bajo el cielo, diciendo que mientras más sol, mejor para su piel, y llegando de noche a su casita, sin síntomas de cansancio, contando que solo pide que el día sea más largo para trabajar más y… bueno, si es por pedir, también un frente frío que moje las lomas y las ponga verdes, luego de que la ventisca las dejase ocres.
Viento solo, como el de esta noche, no, porque los mosquitos ya saben hasta cómo se vuela y se pica con el viento malo, y porque en estos lados la ventolera suele secar la tierra más que la luz.
Ya le acotejó el portal a Omar, el presidente del CDR, a quien el dengue o el chikungunya, nadie sabe con exactitud, lo tiene doblado desde el huracán. Ya repuso las tejas de la casa de Reina y Rey, de 74 y 85 años. Ya ayudó a la vieja Rosa y a su nietecita Yaya a levantar el patiecito y recubrir el baño. Ya trepó al techo de Ester y al de la hermana. Ya quedó con unos cuantos más en que iba a llegar.
Mientras tanto, su esposa, Milayda, dice que al menos el Sandy le desbarató solo la mitad de la casa. Melissa, sin embargo, se la descolocó completa, como si la hubiera levantado y puesto medio metro más al norte.
Pero hay cosas que uno no ve cuando llega casi una semana más tarde. Porque casi una semana después ya Héctor medio que enderezó la estructura y la apuntaló con tres o cuatro troncos para que no se cayera, y le puso las tejas que fue encontrando a la mitad que cubre los cuartos, para no dormir a la intemperie. Y como vio que por lo pronto se puede ir durmiendo así, antes de terminar completo con lo suyo, salió a ayudar a la gente.
TÚ TE VUELVES
Nació en Guisa, por la otra esquina de la Sierra, aunque sus padres se separaron pronto y la mamá vino para la zona de Santiago, por lo que creció entre este lado y aquel.
Allá se hizo en el campo, trabajando con su padre en la finca de la familia y jugando pelota los fines de semana con los equipitos de montaña.
«Si tú supieras, compay, que esa es la posición que me gusta a mí, la del catcher, porque a mi papá lo que le encantaba era ser pitcher, y me sentaba ahí, desde que tengo uso de razón, a recibirle bolas.
«¿Qué si tiraba duro? Compay, mi papá tenía la mano de lanzar jorobada, y así y todo mandaba más de 80 millas. Y la curva había que sabérsela coger, porque se le movía que era un demonio.
«Hay equipitos de esos en la montaña que le sacan un susto a cualquiera. Una vez llegó a jugar contra nosotros uno que era tercera base en el equipo de Granma. Llegó con toda su cosa, creyéndose… y le dijo a mi papá que le iba a pagar mil pesos por cada ponche que le diera. Muchacho, lo hicimos bailar con la curva. Le metimos tres ponches y el tercero fue con bases llenas».
Lo de la albañilería lo agarró en La Habana, porque después de graduarse de panadero-dulcero en Guisa, con diecitantos, arrancó para la capital a la casa de unos tíos con los que aprendió de todo, desde repellos hasta plomería.
—¿Por qué regresaste a Oriente?
–Compay, yo en La Habana perdí mucho dinero. Estuve como diez años y trabajé la mayor parte del tiempo en la finca de un viejo que llegó a quererme bastante. Los primeros tiempos hasta pensó que yo le estaba pagando a gente para que me ayudara, porque en una semana le dejaba limpio, como para sembrar frijoles, un montecito que hasta ese momento estaba virgen.
«Y nos iba bien. Empezamos a compartir la cosecha a la mitad. Llegué a tener en mano la plata para comprarme un tractor, pero me enamoré de una baracoesa y dije: qué va, hay que ser feliz ahora…, y bueno, el tractor se me fue noviando.
«Después se apareció un ciclón por allá que no nos dejó una mata viva y luego otro mal tiempo que también nos jodió no sé cuántos miles de posturas que ya habíamos comprado.
«Yo también vivía extrañando. Me ponía a escuchar música, se me caía el moco y agarraba una mochila, iba para la autopista y ya estaba llegando a Oriente. Lo que le puso la tapa al pomo fue que alguien de la familia se enfermó y tuve que venir. En eso estuve par de meses y sentí que el cuerpo me pedía quedarme.
«Vendí la cría de machos que tenía en La Habana y le dejé al viejo, que también había perdido mucho dinero, una lechona que él mismo me había regalado. No quería que me fuera. Decía que iba a poner a nombre mío parte de la tierra, pero ya yo estaba extrañando mucho y me dije: qué va, compay, usted se vuelve a su tierra».

LA AYUDA TIENE HISTORIA
Héctor se recuesta a las tablas de la cocina e insiste en que toda su vida ha ayudado a quien le ha hecho falta, porque él ya sabe lo que es rodar en este mundo. Se acuerda entonces de una vez que venía de La Habana con dos bolsas grandes y el tren lo dejó en Las Tunas. Era algo entrada la noche y ya a esa hora no salía nada para Bayamo.
Estaba sentado en un parque con sus cosas, cuando vio que una bicicleta a oscuras empezó a pasar lento de un lado a otro, y ahí mismo Héctor se dijo que «tú verá cómo se va a poner esto». El hombre paró en seco frente a él. Se bajó y lo miró fijo.
–Compay, yo a usted lo conozco.
–Ah, mire, pues yo a usted no–, respondió Héctor, desconfiado.
–Me va a disculpar, pero, se acuerde o no se acuerde, usted no puede dormir en un parque.
El hombre se llevó de un tirón las bolsas a la espalda y empezó a caminar a paso ágil. Con más miedo que alivio, Héctor lo siguió casi corriendo. Por suerte la casa estaba cerca, recuerda Héctor, sin despegar los omóplatos de las tablas.
Cuando abrió la puerta, una mujer se quedó sorprendida por la presencia del extraño.
–¿Tú no te acuerdas de él?
El hombre le dijo algo bajito. La mujer abrió inmensos los ojos y corrió a abrazar a Héctor.
–Compay, yo no me puedo quedar mucho, que todavía tengo que ver qué agarro pa’ Bayamo.
–No, no, usted va a comer y va dormir. Mañana, a la hora que me diga, yo mismo lo embarco para allá.
Dice Héctor que le sirvieron dos pedazos tremendos de carne con todo lo demás que lleva un plato y después lo llevaron para un cuarto, aunque esa noche no pegó el ojo, por miedo de que todo fuera un engaño, para robar o algo peor.
A las cinco de la madrugada, el hombre lo llevó a un paradero, lo montó en un carro y le dijo al chofer: Déjalo donde él te diga.
–Compay, olvídese del pago que eso va por mí.
Entonces Héctor dobla un poco el torso, levanta un dedo y se remonta a unos ocho o nueve años más atrás de aquel suceso, que además habría ocurrido hace más de 25.
Héctor estaba viviendo en La Habana, por allá por el Cotorro, e iba en bicicleta para la casa de un primo en Guanabacoa. Cuando pasaba por los «amarillos» de la autopista, vio a una mujer desesperada con una niña pequeña en brazos. Cerca estaba un hombre, desesperado también, con su «carta de libertad» en la mano, recién salido de la prisión, discutiendo con un camionero que insistía en que no los iba a llevar. La tensión fue tal que Héctor se acercó.
–A ver, compay, ¿cuánto es el pasaje de cada uno hasta Las Tunas?
–No, 150 pesos–, sentenció el camionero. Cuando 150 pesos eran 150 pesos, se interrumpe Héctor.
–Mira –le dijo al hombre–, yo voy a pagar el pasaje tuyo y el de tu mujer, más cien pesos para que lleguen tranquilos.
El hombre le dio un abrazo crudo a Héctor y empezó a llorar, con una vergüenza tal que le repicaría en los sesos hasta ocho o nueve años después, cuando reconoció a aquel tipo desparramado en un parque, de noche, con dos bultos.





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